Recién duchada, me senté en la cama —frente al espejo— y me coloqué la primera media. Habíamos quedado en Lamucca y me sobraba tiempo. 19:34 en el reloj de la mesilla. Los dos puntitos parpadeando, constantes, como la lluvia que rítmicamente golpeaba el cristal de mi ventana…
Por la mañana, los directores locales me habían abrazado al bajar del atril. El propio vicepresidente para Europa también asentía desde el sillón central de la sala de consejo. No sabían que yo —toda la noche despierta, oyendo llover y preguntándome de qué servía realmente que mi División diera beneficios un 19% mayor de lo inicialmente presupuestado— habría cambiado tanta efusividad por haber podido abrir la ventana, tirar los tacones y dormitar en cualquier butaca. Y aún quedaba la cena.
—¿Quiénes sobran, Gabriela?
—Cualquiera que no proporcione placer, Ofelia.
—¿Qué tipo de placer?
—Hay quien goza con un milhojas de crema y merengue y quien lo hace con Dickens o Spielberg.
—Vale. El arte y la repostería suben. Dime más.
—Bueno… imposible disfrutar si las necesidades primarias no están cubiertas.
—Entonces salvamos también a quienes se relacionan con el desarrollo del tercer mundo y con la vivienda, la salud y la alimentación del nuestro, ¿no?
—Pero hay que llegar a la biblioteca, al museo. No todo el mundo los tiene al lado de casa.
—Bien. Ingeniería, mecánica, transporte…
Nuestra utopía simplista se desmontaba sola. En vez de permitir que la lluvia anegara tanto despropósito, salvábamos gente. Todo quedaría más o menos igual.
—Eliminemos actividades inútiles: a quienes venden humo, proxenetas, comedores de cocos, almacenistas de dinero… Pero, eso me incluye. Si fuéramos consecuentes, yo no debería salvarme.
—Si. La Gabriela actual se quedaría en tierra.
—Quieres decir que… alguien realmente valiente debería abandonar su ocupación si es consciente de que no aporta. ¡Perfecto!
—Eso es. O dar placer o realizar tareas que posibiliten que la gente disfrute.
—Aún no hemos hablado de sensualidad…
—Acariciar por el mero placer de hacerlo también proporcionaría billete al arca.
—El cuadro comienza a gustarme, pero no sé si seré capaz…
—«Sabemos lo que somos, pero no sabemos lo que podemos ser», dijo Ofelia, la que fuera novia de Hamlet.
Sonó el teléfono. Ofelia se desvaneció por una rendija de la ventana. Era Rafael; preguntaba dónde demonios estaba. Les había costado llegar al restaurante porque diluviaba, pero todos estaban ya sentados a la mesa.
—El vicepresidente te ha reservado un lugar a su derecha.
Iba a contestarle que llegaba en diez minutos cuando vi el reloj. Las 21:37. Callé.
Lo que creí unos instantes de reflexión, habían sido dos horas medio desnuda, con la pierna doblada sobre la colcha, la segunda media en la mano y los tacones de aguja mirándome descarados.
Sentí un escalofrío cuando vi la espesa cortina de agua tras la ventana. Estornudé. Lo aproveché para mentir a Rafael y colgar. Apagué el móvil, me quité la media y me acosté.
—Ofelia, mañana comienzo las clases de solfeo y busco un taller de escritura.
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