“Me has arruinado la vida. No quiero volver a verte nunca más.”
Llevo días con un nudo en la garganta, desde que pronuncié esas terribles palabras. No tenía que haber dicho eso. Me tengo que ir. Dentro de una hora empieza una conferencia de arte rupestre a la que debo asistir. No quiero ir sola. Corro para no pensar.
Llego a la sala, hace mucho calor. Hay mucha gente. La multitud me recuerda lo sola que estoy. Se apagan las luces y un fuerte olor a azufre me seca la garganta. No puedo respirar. Las palabras que dije vuelven a mí, con toda su intensidad. Me ahogo.
Me levanto de mi sitio y corro hacia una puerta que hay medio disimulada en la pared de enfrente. La abro y me encuentro con mesas llenas de cubos de cervezas metidas en hielo y aperitivos. Sin pensarlo dos veces, agarro una cerveza. Le quito la chapa con el abridor que hay al lado del cubo y me la bebo de un trago. Está helada. Noto cómo me calma el fuego de la garganta según bebo. Me vienen nuevas ideas a la mente. ¿Y si le pido perdón?
¿Cómo no se me había ocurrido antes? Por fin, me ha entrado hambre, llevo días sin comer, elijo un pincho que lleva carne especiada y setas, delicioso. El sabor un poco salado de la carne se mezcla con el umami de las setas y con ese toque amargo que tengo todavía de la cerveza y me recuerda lo que le dije, pero ahora siento que lo puedo arreglar.
Decido no quedarme a la conferencia y salir corriendo para llamarle, para pedirle perdón, para decirle cuánto le necesito. No quiero seguir enfadada. No me importa renunciar a mi arte, ni compartirle con otras mujeres, ni renunciar a la poca dignidad que me queda.
Entro de nuevo en la sala. Está todo a oscuras, no oigo nada. Busco con mis manos, el lugar donde creo recordar que estaban los asientos, pero no los encuentro. Fuerzo mis ojos y al final, veo una pequeña luz. Me doy cuenta de que no estoy en la sala de antes. Me he debido equivocar de puerta y salir por otra. Me encuentro en una cueva. Una niña me señala con una especie de lámpara de aceite. Aparece detrás una mujer vestida con pieles y con un niño en su regazo. Nos escudriñamos con la mirada. Dibujamos un círculo con nuestros pasos casi tocando nuestras frentes. Nuestros ojos de fuego conectan. Me viene una fuerza que la recuerdo como mía propia. La que tenía antes de estar con él. Yo era una mujer fuerte. Una mujer libre. Ahora lo sé. No voy a volver con él nunca más. No le necesito. Soy mucho más valiosa de lo que me hace sentir él. Siempre lo he sabido y él también. Oigo llorar al niño en mi regazo. Reconozco mi poder. Reconozco mis pinturas. Soy la chamana de Altamira.
Ilustración: Arturo Asensio
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