Siddharta se sentó junto a su árbol y cerró los ojos. Lejos habían quedado los lujos de palacio; lejos Yasodhara y Rahula, los únicos por los que, tal vez, toda su empresa hubiera peligrado. Atrás estaban los cuatro estados que le habían sido revelados, la desesperación y la huida. Años habían pasado, de hambre y de frío; de desconsuelo, pero también de serenidad.

Desconocía cuál era la fuerza que lo guiaba, a través de las innumerables tentaciones que su triste transitar de hombre le acercaba. Quizás extrañara el lecho, a Suddhodana y a Kipilavastu. A su esposa, la alegre sensualidad que brotaba de su cuerpo y de su respiración agitada.

Pero no. Era el otro el que sentía todas estas cosas. Siddharta ya no existía. Los Shakya no eran para él, el Bodhisattva, sino un lejano recuerdo, algo que, como todo lo demás (como Siddharta mismo), debía morir.

La angustia de su último día de desconocimiento arremetía con una sutileza nunca antes sentida. Porque aun cuando, famélico, veía caer sus cabellos por el esfuerzo del ayuno, sentía tranquilidad. Comprendió que existen ciertas fuerzas que nos acechan ante la posibilidad de beatitud y que a ellas debía enfrentarse antes del nirvana. Aun así, continuó con los ojos cerrados y una pacífica sonrisa inespecífica en su rostro sereno.

Imágenes se fueron sucediendo: de su hijo, Rahula, muerto o tal vez agonizante. Sentía los desconsolados llantos de Yashodara, y su respiración agitada que ya no era sensual, sino angustiosa. Sintió la vejez de Suddhodana, sus grises cabellos enmarcando un rostro enfermo y surcado de terribles arrugas. A su madre, al mismo elefante del sueño desgarrar la carne, los agónicos gritos de Maya, la Ilusión. Trató de no cambiar de postura, pero apretó sus manos con una fuerza inusual, y no pudo evitar que sus ojos se mojaran.

Una voz dentro suyo le gritaba toda suerte de escarnios y bajezas; insultos que (en algún momento) también Siddharta se había dicho. Reconocía las voces y las frases que le escupían que no era digno, que jamás sería llamado a la iluminación, que moriría sólo y triste en una ancianidad sin propósito, en medio de una mentira y de un sacrificio vano y sin sentido. Todo era mentira, una invención de los Dioses. Una broma de Brahama para reírse de él.

Todavía podía arrepentirse; abrir los ojos y marchar a Kipilavastu. De nuevo a Suddhodana, a Maya, Yashodara y a Rahula. Al palacio, al lecho, al alimento y a la sensualidad. Sólo debía darse por vencido, y todas las puertas le serían abiertas. Los lujos, el merecimiento, el mundo. Después de todo, podía decidir cuál de los dos Siddharta quería ser: el triste shramana o el dueño de todas las cosas.

Pero Siddharta estaba muerto. El Bodhisattva lo sabía y, sin cambiar de posición, relajó sus manos. Agradeció las imágenes, las voces y la oferta. Contra su árbol respiró profundamente y, con sus ojos cerrados, se despidió de Siddharta.

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