Mi padre se llamaba Melquisedec y era una persona introvertida. Su aspecto era extraño: barba marxista y nariz aguileña de prestamista judío. Solía caminar deprisa inclinado hacia delante; parecía que en cualquier momento caería sobre su monumental nariz.
Por su parte, mamá era pura sofisticación. Tras un calculado aspecto moderno y provocador que le hacía no pasar inadvertida, ocultaba una mente reflexiva y práctica. Estaba dotada de grandes pechos que los hacía resaltar absteniéndose de usar sujetador. Una mujer que, de no ser mi madre, habría resultado vulgar.
Se casaron y fueron a Escocia a pasar su luna de miel. Allí les ocurrió una historia que mi madre siempre cuenta de manera muy divertida.
En el despegue apareció la alarma:
- Qué raro, Mel, me duele mucho la teta izquierda.
- ¿Cuándo tuviste la regla?
- La acabo de tener.
Tan pronto se apagaron las luces de los cinturones, mi madre se dirigió al lavabo y se asustó.
- No te rías pero creo que me ha explotado la teta izquierda- le dijo en cuanto regresó a su asiento.
Al llegar a Edimburgo buscaron un hospital. “No es grave pero debe revisarlo a su regreso” – le dijo el médico de guardia.
A la salida se puso a llorar.
Mi padre la consoló. “Tranquila”- le dijo- “estamos juntos, es lo importante”
La verdad es que mi padre nunca entendió por qué se había operado las tetas. Ella se lo había contado como de pasada una noche. En su viaje de fin de carrera por el Caribe, ella y dos amigas hicieron una apuesta. Como resultado acabaron en una clínica venezolana y, tras dos visitas posteriores, salieron con las tetas más grandes.
Mamá contaba que la primera noche en el hotel se sintió muy humillada.
Cuenta que mi padre tuvo un comportamiento ejemplar que nunca olvidaría: compró lidocaína en una farmacia cercana y lo mezcló con crema de manzana del supermercado. Fue masajeando con la mezcla sus doloridas areolas. Acabaron haciendo el amor. Se convirtió en costumbre diaria.
Con el tiempo mi padre empezó a enfadarse cuando la oía relatar la historia.
- No fue para tanto- interrumpía molesto.
Cuando mi padre se fue de casa nuestra vida no cambió demasiado. Pero poco a poco mi madre fue cambiando el relato. Mi padre ya no preparaba todas las mañanas la crema sino que habían comprado un analgésico en la farmacia del Aeropuerto de Edimburgo.
Con el tiempo tampoco era él quien masajeaba sus areolas sino ella la que, por la noche, en el baño, se ponía la crema.
El tiempo siguió pasando. Papá hace años que ha muerto y mamá se mece en el tiempo del olvido. Aún así todavía sigue contando la misma historia.
Solo que ahora también habla del cáncer que le diagnosticaron a los veinte años con el orgullo de una superviviente. Aunque le hubieran tenido que extirpar los dos pechos y aunque nunca se lo contara a su marido por vergüenza de colegiala.
Aunque no hubiera pisado Venezuela en toda su vida.
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