Hoy he pasado un día frío. Mi existencia es como el tictac de un reloj. No paro de dar arcadas al pensar que mañana se detendrán las manecillas. Oigo una voz que destaca entre el silencio. Se escucha lo que dice.
Aquel mortal conocía la fatalidad de su suerte. Aun así, estaba decidido a continuar. Mientras caminaba, el hombre que estaba a su lado estiró el pie —en el momento en que iba a dar el paso— su cuerpo se tambaleó y al mirarlo le dijo: Te lo mereces. Y a continuación comenzaron a abofetearle entre risas punzantes.
Aún recuerdo la primera vez que vine a dar con mis huesos en este lugar. No sabía ni leer ni escribir. El compañero que me habían asignado me dijo que tenía que dejar de ser un analfabeto para entender lo que sucedía alrededor de nosotros. A veces, cierro los ojos y evoco el instante de cuando… Vuelvo a abrirlos y el revoloteo de una mosca me saca del trance.
Acercándose la consumación de su destino, a pesar de que se arrastraba por el suelo, prosiguió hasta el final. Se detuvo. Resoplaba. Al tocarse la frente, vio su mano rociada de sangre. Su vida dependía de la resistencia de los suspiros.
No os imagináis la de veces que me he sentido como un niño pequeño que se ha perdido del lado de sus padres. La soledad electrocutándome la sangre. La ansiedad durmiendo en el corazón. Las noches eran más tenebrosas porque la oscuridad habitaba dentro de mi cabeza, prolongándome el tormento.
Al llegar a su destino, parecía un martillo gigante dispuesto a revolucionar las conciencias. Las llagas eran bocas ensangrentadas pidiendo ayuda. Pudo haber avisado a su gente y le hubiesen socorrido, más prefirió sacrificarse.
Se apaga la voz. Vuelve el silencio. Un sacerdote —con un hábito que parecía confeccionado con el plumaje de los cuervos— sale de la celda que está contigua a la mía. Intentaba animar al otro preso contándole cosas sobre Jesús. En realidad, hablaba en voz alta para que el resto lo pudiéramos oír.
Las luces del pasillo me ciegan los ojos. Tanto tiempo deseando ver la luz y ahora recelamos de ella. Hasta una chispa nos incordia. Es lo que tiene vivir sabiendo que el final es la oscuridad. La cruz que llevamos cada uno de nosotros nos pesa en el corazón. Se acerca el momento. Un río de nervios fluye por mis brazos. Tiemblo. Procuro no pensar en los por qué. Lo que peor llevo es cuando el odio se adueña de mi persona. Me destruye. Y quiero destruir al resto del mundo. Pero eso no es hacer justicia.
Se abren las rejas. Salgo. Varios guardias me sujetan. Quiero gritar. El miedo es no comprender a tu propia sombra. Corredor de la muerte de San Quintín. Soy Shujaa Graham. Mañana iba a ser ejecutado.
«Para oír el gemido de los prisioneros, para poner en libertad a los condenados a muerte»
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