La Tortilla de acelgas

La Tortilla de acelgas

Unos empresarios gastronómicos organizaron un concurso de platos de comidas caseras para emprender un negocio.

Los participantes llevamos nuestras ”obras” a un elegante y afamado hotel de la ciudad donde serían evaluadas.

Ante mi sorpresa, entre los platos elegidos se destacaba mi tortilla de acelga: altura correcta, colorida, apetecible…

Hacía mucho tiempo que esperaba esta oportunidad, me había preparado por meses y luego de varios fracasos, orgullosa sonreía, comprobando que el lavado minucioso de las verduras, la inspiración para combinarlas y sazonarlas eran recompensados.

Cuando llegó el turno de degustarla mis ojos se abrieron expectantes, sabía que el primer bocado era definitivo. El sonido de ¡Hummm…! de los jueces, acompañados de elogios al sabor y gestos de aprobación con la cabeza me devolvieron la tranquilidad.

No fue en vano incorporar «el valor inapreciable» en su confección. El agradecimiento a la tierra, que bendice cada tallo, cada hoja con sus nutrientes. Al sol, que con sus rayos completa la unión sagrada para la absorción de los minerales. Al agua que compenetra la sangre-savia de los vegetales y distribuye los componentes… No, no fue en vano…

Con la adecuada elegancia que ameritaba el evento, tomé un trozo pequeño y disfrutando el delicioso aroma, delicadamente lo llevé a la boca.

Pero… al masticarlo sentí una sensación extraña, un olor diferente, aunque conocido. El sentido del gusto y del olfato intercambiaban información. El cerebro procesaba conceptos y recuerdos hasta identificar que ese componente crujiente era un ala, que se había desprendido del cuerpo de una chinche de la verdura, ahora atascada en mi muela.

¡Imposible tragar eso!
Mi educación y misticismo desaparecieron cuando violentamente expulsé el delicioso bocado, que cayó encima del zapato del gerente y comenzó a deslizarse hacia un costado.
El ruido de la pesada silla, que retiré violentamente hacia atrás, paralizó a los demás comensales. Sus mandíbulas bajaron hasta tocar la clavícula al ver que, cual ataque convulsivo, mi cuerpo se movía al ritmo desacompasado de las arcadas, tanto espontáneas como provocadas por mis dedos, tratando de sacar de la boca los restos del insecto.
Uno de los mozos limpiando el zapato del gerente encontró intacto el cuerpo de la chinche, aunque sin alas ya que estaban adheridas a mi paladar.
Instintivamente agarré una botella de vino tinto, que previo buches y gárgaras me la tomé sin parar.
No recuerdo que más pasó esa noche. Como en un sueño me veía bailando y cantando entre las mesas.

El gusto amargo de la chinche había desparecido, en su lugar permanecía el sabor dulce de haber logrado mi objetivo culinario. Aunque, a los empresarios gastronómicos, jamás los volví a ver…

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