La cocina de la abuela

La cocina de la abuela

Lalo Reyes

12/08/2020

En el despertar a la conciencia, con no más de tres años, mis primeros recuerdos se proyectan a mi sombra infantil corriendo entre el huerto de arboles frutales del rancho de los bisabuelos, nubes de aromas golpean mi cara al andar entre los arboles de naranjas, limas, limones, mandarinas y los aguacatales. Como una estampa campirana, veo a mi bisabuela sentada en medio del petate ofreciéndome una lima pelada, con mi cara llena de jugo agridulce escurriendo por todos lados y articulando nuevos gestos, nana Josefa reía ante mis expresiones, es ahí donde conocí la felicidad.

A la cercanía, el llamado de la abuela Pola, acompañado del olor de café recién tostado proveniente de la pequeña cocina de adobe, al adentrarse, los olores se convierten en un arcoíris, reflejados en el humo proveniente de la quema del ocote donde posaba el comal, arando los rayos matinales que se escabullían por el techo de teja, mismos rayos de luz que acarician el rostro arrugado del bisabuelo José, quien con gallardees común del respetable, me ve desde el rincón del fondo.

Aún en estos tiempos, el palmeo de la abuela al convertir la bola de masa en tortilla me produce cosquillas en el estomago. El aroma del maíz de campo en el fuego, anunciando que la tortilla está cocida, tomándola del comal para después untarle unos frijoles de olla sazonados con chile rojo, tomates, cebollas y ajo, un poco de sal y unas cuantiosas rebanadas de queso fresco, el cual ha sido desembalado después de unos días de fermentación, la vaca de la abuela siempre dio deliciosos quesos.

En la mesa, una canasta llena de panes colorados, hechos en el horno de leña para impactar su sabor a canela y ajonjolí, el cual con el café recién hecho se saborea tan bien, yo era un niño que en su boca presenciaba el placer y sin ningún complejo de succión aún, disfrutaba a más no poder.

Era común que mi abuela me pidiera que fuera por huevos para el desayuno y mi espíritu aventurero era fascinado cuando me tenia que meter al corral de las gallinas, aunque algunas me picoteaban, la naturaleza me daba la oportunidad de tomar esos blanquillos, que al final eran cocidos en el gran comal de barro, que no sé yo, pero el asiento de cal le daba un sabor especial a todo lo que tocaba. Y ahí, cocinados los huevos con unos nopales verdes, acompañados por los propios frijoles de olla, más la pisca de amor y ternura de mi abuela, mi infancia fue lo mejor de mi vida.

Al terminar ya me esperaba mi bisabuela en el petate junto al huerto, en una pequeña bandeja de plástico ya tenia mi colación: limas, naranjas, granada y unas mandarinas. Me apuraba a gastar toda la energía en juegos y travesuras, esperando la tarde y el llamado de la abuela desde la cocina, donde ya se olía mi platillo favorito: un caldo de gallina recién hecho.

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