Lo que quemó a Martín mucho tiempo, se extinguió con los años amasando pan en el penal de San Justo. Harina, levadura, agua y sal. Dos mil trescientas barras horneadas de madrugada para el personal de adentro y de afuera. Y entonces, después, ese olor primario y tibio al despuntar el día se escurría por los pabellones volviendo niños a los presos.
Metía sus manos en los sacos de harina, más en verano porque siempre estaban frescos, y recordaba al Sr. Castro, que había perdido el olfato y el gusto por tanto vicio de cocaína. El viejo Castro Pimentel. Aun a sus ochenta y seis años, con la boda de su nieta en vísperas, se encargó de mangonearle la vida.
—Se me gradúa el hijo, Sr. Castro —había dicho una semana antes—. Mi mujer esta vez no me perdona.
—Padre pobre, hijo pobre. No celebre cosas inútiles, Martín, hágame caso. Mándele a su mujer unas flores. A mi cuenta. Y a su hijo, dígale que el mío necesita peón para el chaletito que se está montando. Que no se diga que no pienso en usted —dijo masticando—. Ahora déjeme con mi bacalao y sepa que aunque vaya a servir, es un invitado más de la boda. Si quiere, cuando salga de su graduación, dígale a su hijo que venga y le eche una mano. Se lo pago aparte.
Bacalao confitado cada noche de los viernes. Solo Martín debía cocinarlo. Sin excusas tenía que estar allí para el Sr. Castro: el de los contenedores de la muerte en el puerto de mercantes y el que cambió plomo por el silencio de los testigos; el que dejó a su mujer con la nariz torcida de un derechazo al oponerse al juego de papá y mamá.
La noche del viernes, antes del casamiento, el Sr. Castro esperaba su bacalao de costumbre aunque en la actualidad le tocaba solo recordar su sabor. Martín cortó la cebolla en juliana. Vio saltar la alinasa al romper sus células y ascender el ácido que le provocaba lágrimas, también de rabia. Troceó pimiento del piquillo, un trozo de guindilla y enharinó un taco de bacalao. Lo puso todo en una sartén pequeña y la tapó. La lenta cocción emulsionó el aceite con el jugo del bacalao, y la cebolla al dente bañó con su dulzor el resto de ingredientes. Para finalizar trituró seis dientes de ajo que diluyó en aceite de oliva a fuego lento hasta dejarlos invisibles y los vertió sobre el pescado al emplatarlo.
El viejo era paciente. Sin sentidos para degustar. Con tanto cuadro clínico, achaques y alergias de mucho riesgo, no podía darse el lujo de alterarse, y menos, a una noche de la boda de su queridísima nieta.
—¡Ah! Aquí viene mi bacalao.
—Sí, señor Castro. Que le aproveche.
—Recuerdas mis alergias ¿verdad? Tengo que preguntar. Ya sabes.
—Descuide, señor. Esta receta no lleva ajo.
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