Mis ojos miraban hipnotizados aquel espeso chorro de miel, cual pegajosa cascada, deslizándose desde mi dedo índice hasta el interior de aquel tarro, dispuesto en perfecta hilera al lado de un bol repleto de nata montada, salpicada por el rojo brillante de unas aromáticas fresas, que como escarlatas motas carnosas nadaban en aquel esponjoso montículo nevado con olor a leche fresca. A su lado, una taza llena de azúcar.
–¿Qué haces? –me sobresaltó su voz.
Inmediatamente me fijé en el palito de madera que sostenía ella en una de sus manos. A su alrededor podían percibirse algunas hebras rosáceas de lo que instantes antes había sido, sin duda, una gran telaraña dulce y viscosa. Aquel olor dulzón a caramelo se entremezclaba con el resto de aromas que desprendían los víveres que yo había dispuesto encima de la mesa de la cocina.
–¿Vienes de la feria? –le pregunté al ver los restos de aquel algodón de azúcar.
–Y tú: ¿no vas a ir?. ¿Piensas comerte eso tú solo? –me interrogó ella, señalando la inusitada muestra gastronómica que se desplegaba ante nosotros.
–¿Comérmelo?. ¡No, qué va! –exclamé enseguida–. Quiero comprobar una cosa que les he oído decir antes a mis padres. Pero para eso necesito toda esta comida.
Ella se encogió de hombros, con una expresión de sorpresa en el rostro.
–Pues resulta que mi madre le ha dicho a mi padre que sus labios son más dulces que la miel y mi padre le ha respondido a mi madre que los suyos saben mejor que el más delicioso postre de fresas con nata rebozadas en sirope de azúcar y…
–¡Mira que eres tonto! –exclamó ella con una risita burlona–. Esas son cosas que se dicen los mayores cuando son novios. Bueno… y algunos padres supongo que también…
–¡Pues yo seré un tonto, pero tú eres una sabelotodo! –respondí indignado–. Y si tan segura estás, te dejo que pruebes mis labios para comprobarlo. O mejor: déjame probar los tuyos.
–¡Mira que eres tonto! –repitió ella, negando con la cabeza.
–¡Y tú una sabelotodo! –le devolví yo, con retintín.
–¡Está bien! –resolvió ella en tono desafiante–. Te dejo mis labios, pero solo para que veas lo tonto que eres.
Iba a volver a llamarla sabelotodo, pero enseguida me contuve, al ver cómo ella acercaba su cabeza a la mía, arrugando su boca y mostrando unos prominentes morritos. No lo pensé y pegué mis labios a los suyos.
–¡Quita, hombre! –me regañó enfadada, apartándome–. Dijimos probar, pero no chupar, ¿eh?.
–¡Vale!. De acuerdo… –reconocí–. Es que al principio no sabían a nada. Y luego, cuando deslicé la lengua, fue como si estuviera sorbiendo azúcar… Estaba muy, muy rico…
–¡Claro, tonto! – me espetó ella a la cara–. Eso es por el algodón de azúcar que me acabo de comer…
Nos miramos, sin poder contener unas carcajadas.
–Esas fresas con nata tienen muy buena pinta –admitió ella.
–¡Ya te digo! –exclamé–. ¿Te quedas a merendar?.
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