María era una mujer bajita y voluminosa que balanceaba sus despampanantes curvas sobre unas piernas redondas y bien torneadas, enfundadas en un velo ahumado y encaramadas sobre unos vertiginosos tacones de aguja. Desde su rostro de gata, enmarcado por una melena negra y ondulada, observaban curiosos un par de ojos verdes e intensos, mientras que unos labios finos, flanqueados por dos pícaros hoyuelos, dibujaban una sonrisa dulce y prometedora. Desafiando los límites de su generoso escote se mecían, con desenfado, sus colosales senos. Su risa era amplia y cristalina; una melodía espontánea y juguetona que endulzaba los oídos y caramelizaba la piel. María, descaradamente femenina y seductora, exudaba sensualidad. Aun tan entrada en años como en carnes, su suculenta apariencia arrancaba suspiros al pasar.

Vivía intensamente y sin reservas,  su atención enfocada siempre en la experiencia del momento; el tiempo suspendido. Cuando María comía ofrecía una imagen de lujuria desinhibida: las costillitas de cordero las devoraba entre sus manos, chupando y royendo los huesos hasta dejarlos secos para luego lamerse los dedos, uno por uno, saboreándolos con devoción. Los espaguetis los succionaba sonoramente, rescatando con la punta de su lengua diligente cualquier resto de salsa extraviada en el camino. Comía despacio y sin hablar, olfateando el plato primero y degustando el primer bocado con los ojos cerrados, sumida en un profundo éxtasis.

Ser amado por María era una experiencia insuperable. Amaba de manera absoluta, entregándose en cada detalle y exprimiendo el máximo placer a todo instante. A su enamorado  de turno – siempre algún jovencito increíblemente bello y desamparado– lo mimaba como a un niño. Le preparaba el baño con sales aromáticas al final del día y le espantaba las pesadillas cantándole viejas canciones napolitanas. Por la mañana, lo despertaba con caricias traviesas y el aroma irresistible de café con cardamomo… El joven escalaba, febril, sus curvas opulentas, embriagado de sus aromas y sabores hasta alcanzar la cima, rendido y satisfecho.

Para María no había mañana. Pasiones y sabores se disfrutaban y se acababan, dejándola quizás algo despeinada e indispuesta, pero jamás abatida. Nunca ayunó entre placeres. Aun aturdida y trastocada de su último banquete, María se entregaba  al próximo festín  sin medida ni recato. Indómita, no frenó su ritmo, rechazando advertencias y señales.

Presa de un antojo repentino, se despachó a un poeta apolíneo y prodigioso.  Violenta y desenfrenada le clavó las uñas en su cuerpo terso y sorbió extasiada su sudor primaveral.

Sola ya, se preparó un tazón de chocolate caliente… prohibido y dulce. Se sintió envuelta en una fragancia aterciopelada y evocadora mientras que un estrepitoso y premonitorio aleteo en su pecho fue creciendo hasta colmar todos sus sentidos.

Se entregó sin miedo.

Un rayo de luz, ardiente y triunfal, la clavó en la silla, envuelta en su bata de seda azul, con un hilillo de chocolate brotando de su sonrisa.

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