El ajetreo de la cacharrería en la cocina se oía desde su dormitorio y la espabilaba a cuentagotas. Un golpe al cerrarse la portezuela del armario, la caída de agua contra el fregadero. ¡Quiero dormir! Se envolvió la cabeza con la almohada. El chocar de cacerolas la despertó definitivamente y miró el reloj. ¡Sólo son las nueve! ¡Ahí está mi madre, trasteando! ¡No me deja en paz! ¡Hace tanto ruido a propósito para que me levante! Recordó que no era un sábado cualquiera sino su primer día de vacaciones de Semana Santa. El sonido del tenedor contra el plato cogía cada vez más velocidad, igual que su impulso. Se levantó. El olor a canela inundaba el pasillo. ¡Torrijas! Imaginó la encimera con bandejas llenas de rebanadas de pan remojadas en leche azucarada con canela. Después de escurrir, pasarían al huevo y, por último, a la sartén. Salivó. Fue hacia la puerta entreabierta, pero se paró en seco. Seguía enfadada por no haberle permitido salir a bailar con sus amigas, a pesar de las buenas notas. Prefirió espiarla para gritarle en silencio que tenía dieciséis años, que no era una niña. El aceite muy caliente y el chisporrotear de la rebanada de pan en la sartén olían a desprecio. ¡Que salte el aceite!
¡Cuánto le gustaban las torrijas desde pequeña! y ¡cuánto hubiera disfrutado prepararlas con ella!
–Mamá, despiértame, quiero ayudarte.
–De acuerdo –le contestaba.
Nunca la avisaba. Sólo con dejar abiertas las puertas del dormitorio y la cocina era suficiente para que el trajín y los olores de la cocina, la despertaran con dulzor y se levantara feliz.
–Mamá, yo echo el pan en la leche, ¿vale?
–No, Berta. Yo te explico y tú te fijas como se hace sentadita desde la silla. ¡Ya verás que ricas estarán! ¡El próximo año!
Ese momento nunca llegó. Siempre lo posponía para el siguiente. Solo miraba como cortaba, batía, freía, pronunciando palabras mudas con el movimiento de los labios. Había creído que la hablaba tan bajito para que nadie descubriera el secreto de su receta, sin darse cuenta de que ni siquiera ella podía escucharla, pero Berta guardó todo en su retina. Aprendió a cocinar con la mente por miedo a romper aquel silencio de cacerolas, cubiertos, bandejas, platos y sartenes.
Ahora, desde el dintel observaba como freía la última tanda de torrijas y se disponía a cocer el almíbar. Seguía murmurando para ella sola con la mirada más lejana y gris. La leche caliente con canela le melaron el olfato y la mirada a Berta. Quiso ser un bollito de pan remojándose en ese líquido blanco, puro que la envolvía como a un bebé. Su madre batía los huevos con energía en un bol profundo y pensó que le gustaría mezclarse con ella, como hacen las claras con las yemas, unificando los ingredientes para conseguir el mejor postre. Traspasó el umbral. Mamá, buenos días. ¿Puedo probar las torrijas?
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