El cubo rojo de las zarzamoras y una sonrisa de emoción por la aventura. El abuelo y yo subimos por la montaña, en busca de las mejores: las que aún tienen un punto rojo y esa especial acidez. Casi siempre me regaña por cogerlas y me dice que están malas y que no me las coma, pero yo ya tengo tres o cuatro en la boca y me río mientras aprieto los ojos por el picor que me producen. El abuelo lleva su garrota y la boina gris de cuadros, la de verano, y la cara iluminada llena de sol. Se mueve todavía con agilidad por la montaña, entre las piedras y matas silvestres, con un ojo siempre detrás de mí. Yo avanzo distraída del terreno, a saltitos y tropezando de vez en cuando, jugando con el cubo rojo y sin parar de comer. Él se encarga de localizar las zarzas y cada vez que paramos me acerca con la garrota las ramas altas para que coja las moras más maduras, ésas que le gustan a mi hermana. Yo me preocupo únicamente de escuchar sus historias, aquellas historias sin principio ni fin, como un continuo, un chorro de vida en el que yo me perdía fascinada, atrapada por su poderosa imaginación y su facilidad para ficcionar recuerdos, anécdotas, chistes e inventos, cualquier cosa formaba parte de ese imaginario mágico y burlón. El abuelo me engañaba con facilidad porque yo me creía sus historias y los demás solían reírse de mí y hacerme rabiar por ello. Como aquel atardecer, bajando por la ladera del Atapao, cuando yo me asusté al escuchar ladrar unos perros y el abuelo me contó la historia de la serpiente que se comió a una mujer a la que rescataron viva tres semanas después.
Recuerdo la inmensa sensación de seguridad, como algo extraordinario y perdido, pues con los años, al subir por zarzamoras era el abuelo quien tropezaba y yo la que caminaba pendiente de él, llena de temores y sabiendo que no volvería a conocer aquella tranquilidad de mi infancia.
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