Como cualquier niña que creció en los ochentas, la mayoría del tiempo lo pasaba jugando en la calle. Como a la una de la tarde, el olor de la acera comenzaba a mezclarse con el sazón de las casas. Caminando por la privada, detectabas que en casa de Pablo se cocinaba una rica sopa, o en la de Amy, unos tacos de pollo.
De alguna manera, todos sabíamos la hora en la cual correr al hogar para llegar a comer, prometiéndonos vernos en unas dos o tres horas para terminar el partido inconcluso. Yo cruzaba el portón negro y me encontraba con el aroma de las celestinas que inundaban la barda del jardín, así como el olor a Laica, el pastor alemán que me daba la bienvenida.
Las ventanas de la cocina, dejaban salir la estela de los platillos que ese día cocinaría Reynalda. Aquella muchacha Oaxaqueña, que llegó a la casa en sus años mozos con una bebe en brazos. A lo largo de 35 años, mi abuela le enseñó el arte de la limpieza y la cocina, dejándola en algún momento que ella decidiera si le quedaba mejor el tomillo o el laurel al platillo. Tanto aprendió, que una vez hizo mole y le costó tanto trabajo y tiempo que juró no volver a hacerlo jamás.
En las tardes cuando había acabado sus labores, la recuerdo sentada en un banco en el patio, cepillando su cabello negro, grueso, largo y tejiendo su trenza. Los paseos al mercado de la colonia en verano y cuando a escondidas me dejaba jugar en su cuarto, donde se supone que yo no podía estar molestando por reglas de mi mamá.
En la mesa de mediodía, se comía sopa de pasta, arroz, carne, guisado y frijoles; y en domingo, cuando la familia se reunía, el consomé, que de tanto cilantro que le ponía a mi no me gustaba, y era sumamente criticada por mis primos por aquella aberración.
Los frijoles de Reynalda, todo un acontecimiento en esas comidas familiares, y ella solo se reía, decía que el tenedor todo chueco con el cual los aplastaba, junto con el sartén golpeado por el tiempo, era lo que hacía que supieran mejor.
Las manos que cocinaban y siguen haciendo en Navidad los mejores Romeritos, cuidaban a cualquier animalito desvalido que se cruzaba por la casa, desde el pollito de kermesse, el conejo de la niña o el pato. Una vez a una pajarita se le cruzó el huevo, Reynalda le dio masajitos suaves hasta que el huevo se enderezó y el canario empollo sobreviviendo los dos.
Mi abuela nos decía, la cocina es de paciencia, y esas manos la transmitían, cuando curó las heridas de mis rodillas o la oreja cuando el perro me mordió. Sus manos moldearon mi infancia, la llenaron de vivencias y de calma, no solo fue esa persona que trabajaba en lo cocina, sin ser de sangre, terminó entrelazada a la familia con lazos de sazón.
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