Ella era de aquellos que retornaban; buscando evocar recuerdos intangibles de aquellos días en que se sentía una flor de campo atravesando el cañal. El aire acondicionado frío y húmedo mezclado con el olor artificial del ambientador la hostigaba logrando posarse dentro de su nariz hasta lo más profundo de su garganta donde se convertía en agrias bocanadas pidiendo salir a chorro. Se dispuso apresuradamente a bajar.
Aún traía en su cabeza la serpenteada carretera que era escoltada por paredes de roca de un lado y un enorme vacío que tentaba a rodar y hundirse en la inmensidad de aquel hermoso cañón. Apenas descendió sintió el aire caliente en su cara y un olor a tierra mojada entró por su olfato, respiró hondo añorando que esas partículas se posaran rápidamente dentro de sí y suplir así el frío que traía atragantado.
Empezó a caminar a casa pero no reconocía el lugar, los erguidos juncos de cañales ya no yacían inmóviles saludando con sus crestas verdes y su olor primaveral; el sol se estrellaba contra paredes de cemento incendiándolas y envolviendo todo del mismo olor a ceniza que poseía el lugar de donde intentaba escapar.
A lo lejos divisó una enorme casona perdida; camino hacía aquella vieja casa que desprendía aquel olor que solía tener el pueblo entero. Se asomó y vió una desprolija mujer, estaba sentada cantando lo que oía en la radio mientras al compás de las notas musicales agitaba como faldas bailando bambuco las hojas marrones con que envolvía uno tras otro los tabacos. Sus movimientos parecían orquestados ágilmente; tenía un costal de yute que olía como arepas de maíz, en él yacían un bosque muerto de chocolate tostado al sol y cortado en pequeños trozos, «la picadura» de la planta con la que el tabaco se solía rellenar.
Con un gesto dulce la mujer la invitó a seguir, las grandes hojas verdes brillantes que cubrían la tierra colgaban ahora de cabeza en secaderos que las mantenían a la sombra y a su vez al aire libre, hileras de ellas unas tras otras danzaban y se dejaban acariciar por el viento y volaban en olas invisibles sus notas dulces, frescas y alegres impregnando todo a su paso. A medida que pasaba el tiempo se tornaban marrón; cuanto más oscura, más dulce y fuerte. Podía oler y saborear la tonalidad de cada una de ellas. Mientras tanto al fondo un viejo trapiche encendía sus calderos para verter en pequeños moldes cuadrados, aquel jugo de caña fresco que tras pasar por un infierno quedaba espeso y dulce.
Así recordaba los días en ese pueblo lleno de contradicciones, de días ardientes que aromátizaban y vapores de melaza que hacían acezar el paladar. Abrió sus ojos al escuchar la olla burbujear, tomó su viejo pocillo y sirvió aquella aguerrida mezcla de roca marrón que hacía transpirar a cañal aquel nuevo lejano lugar. Se sentó a beberla una vez más.
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