Me reconozco en ese viejo Café de la avenida Rivadavia. Ese que ha resistido el paso del tiempo. Mejor debería decir que se ha nutrido de él con la constancia de un “Fénix” cotidiano y una sabiduría que prescinde de las modas y los clichés. Sus grandes ventanales han reflejado la simetría de mis pasos llegando hasta su ochava que en la oscilación de su puerta vaivén me introduce en la rutina del hallazgo que pretendo: la palabra. Por años la he buscado entre las maderas de caobas trascendentes con variada fortuna registrada en los anotadores que se han multiplicado desde el primer día y forman parte de la osamenta de mis creaciones. Me hice acreedor a una mesa, quizás con el número ganador de un sorteo olvidado, en la que despliego mi rutina y espero a la vez que me confirmen, innecesariamente, que ese es mi lugar. Me reciben las miradas y el saludo que se repite con el diálogo cómplice del que se conoce y espera, sabiendo que se sabe porque uno ha venido. Entonces confirmo mi presencia en los espejos y la diáspora de fotos misceláneas que cuelgan de las paredes y ya convencido me entrego, lapicera en mano, a la idea que guardo en un bolsillo. ¿Qué sería de mí sin los aromas que destilan los matices del café o la acumulación del tiempo entre las maderas, leñosos, frutales, ahumados y por momentos rancios de otras épocas en que el cigarrillo era una compañía ineludible? Elijo perderme entre el ruido que hace el vapor latiendo en la cafetera del mostrador, el devenir de losas y porcelanas, el murmullo de las cucharas, de las voces de los que están y de los que se han ido. Yo sigo perdido en mis pensamientos pero atento. A veces contengo la mirada en el afuera que acontece, otras en la cuadrícula blanquinegra del piso. Con un sabor que perdura, el pocillo va olvidando la espuma de ese café cargado, a la italiana que tanto disfruto y cuando llega la hora de irme (nunca antes, nunca después) una sensación de que mi vida ha transcurrido plenamente se inscribe en lo mucho o lo poco que me llevo apuntado.
Hace meses que el viejo Café permanece en cuarentena. Igual me acerco diariamente hasta su puerta como si ese ritual rudimentario y trunco bastara para devolverme las palabras de una idea que lleva igual lapso de tiempo en mi bolsillo. Me examino en sus grandes ventanales sin remedio. Me abruma la sensación de que he quedado huérfano de letras como una respuesta a esa pregunta que sobre el destino de mi existencia me hacía cuando sus aromas y sus voces me dictaban las palabras.
OPINIONES Y COMENTARIOS