Durante su agonía, pude cerrar mis ojos y no ver su dolor, renunciar a la comida, taparme los oídos y no oír su llanto, hasta mis manos dejaron de sentirla, y aunque lo intente, no pude dejar de percibir ese olor fétido que inundaba todo mi olfato como un remolino de gases y fluidos intestinales malolientes, similares al olor de la flor cadáver rafflesía, que me golpeaba crudamente.
Anoche soñé con su semblante de luna llena, algo salpicado de viruela y desdentado, ese sueño fue como si yo también hubiese perdido la vida. Hay algo que obstaculiza mi adaptación a su partida repentina, pienso tanto en ella que me resulta difícil lo rutinario.
Retornar al lugar de sus querencias, es recordar aquel pasado en su pueblo llanero, donde el hedor de la laguna de desechos porcinos, anunciaba la parada y el silbido de tantos pájaros llegó a ser aturdidor.
El aroma de su café recién tostado, me despertaba todas las mañanas, junto a sus melodías escandalosas como de guaca. Siempre llevaba trenzado su cabello indiado, de genio alegre y despedía un perfume a humazo.
Lejos de la mirada de la gente, se unía con José, algo vivaracho, en algún cuarto de la vivienda, aromatizado con la esencia natural de sus cuerpos como licuado de olores íntimos.
Vuelve con el pensamiento, ese sabor del guiso de harina de maíz con carne, envuelto en hojas de plátano, que ella me servía luego de hervirlo sobre un fogón de leñas. “Hallacas de fuego” pensaba, mientras calmaba mi boca encendida a punto de estallar. Las preparaba con cuidado para encontrar el equilibrio exacto entre la manteca, caldo y maíz. Era una mezcla de sabores: lo dulce de las pasas y el papelón, el ácido de los encurtidos y el vinagre, lo salado aportado por la carne de gallina o cerdo. Esa armonía de olores llegaba a mis emociones como un paseo de los sentidos por el recuerdo.
Su amor y alegría por la vida era el secreto especial de sus arepas, que preparaba con masas de textura elástica, agradables al paladar, algo crujientes al oído que permitía dejar de lado el cuchillo y tenedor. Muy deliciosas las peladas con su olor a tierra, las andinas elaboradas con trigo, las dulces con papelón y anís, las de chicharrón, incluso las amarillas con sabor a maíz tierno.
Expresaba su misticismo en cada plato, pues, cada uno debía contener un poco de sal, picante, ácido y dulce para la estabilidad del espíritu. Sólo su comida era mi refugio para recordar, recobrar y superar lo perdido.
Aun subsisten esos recuerdos, por tantos tiempos marginados en mi memoria. Han muerto ya los seres queridos y se han destruido muchas cosas, sólo queda ese olor y ese sabor de sus platos que te enganchaban desde la primera mordida. Banquetes de amor y tradición que expresan una manera de ser, de vivir y percibir particularmente el mundo.
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