No es el mismo mar, y ahora lo comprendo. Ha jugado a disfrazarse durante los últimos días, envolviendo el aire por instantes en ese olor a musgo y pieles, o bañando con idéntica capa de sal las velas de los barcos atracados en el puerto. Desde que llegué, cada mañana ha terminado, igual que entonces, con las ascuas asando las sardinas e invadiendo la playa de horarios; apetito voraz de un sentido. Al final de la tarde -tampoco esto ha cambiado-, en el mar ha cabrilleado por igual la luz y ha flotado, tibio, aquel aroma a bergamota.
He podido consignarlo todo, con los ojos estallados en rojo por el recuerdo. He anotado fases y coincidencias que podrían haber confundido a cualquiera, pero mi instinto atroz de sabuesa me ha impedido fiarme. Así, he pasado cada minuto de estas semanas aspirando por gramos el viento, llevando mis pies hasta el muelle, tarde a tarde, con método; sus pasos, las exclamaciones de quien quiere sorprenderse. Y he descubierto que, si bien las gaviotas siguen siendo las dueñas del celaje del final de la tarde, ahora sí hay gente sola en la arena. Esto lo cambia todo, les diré, porque entonces no pasaba: no existían los móviles, ni casi los problemas ni los incendios. No había gente sola ni playas en cuesta. No era difícil.
Les diré cómo era.
Cuando se aborrascaba el día, nosotros solo llegábamos y le dábamos oportunidades sucesivas al sol, nos jugábamos extremidades a las cartas -hasta que se volaban, y así conservábamos los cuerpos íntegros y la honra del jugador-, nos procurábamos infartos al entrar al agua, llamábamos inútiles a las sombrillas. Antes, les digo, cuando éramos cinco y salíamos de casa, hacíamos siempre las mismas rutas y no nos interesaba perdernos. Para qué, entonces, los mapas. Ellos me enseñaban el vértigo y yo aceptaba tener miedo, mientras siguiera habiendo conchas en las que firmar otra estancia. Al pasar por Payca, el aire era un inmenso horno de nata, aunque yo fuera la única que no devorara la bica. Y todo olía a sed y a futuro, a los libros que después nos tocaba forrar…. Qué sé yo: a la vez a sudor y a limpio.
Pero ahora la playa me mira y hace más; me cuestiona. Un remolino de arena dibuja a mano alzada una amenaza, me clava sus ojos fríos. Y yo, después de estas largas jornadas, puedo por fin decirlo con la rotundidad de las lápidas: este, que lo parece, no es ya el mar en el que nos bañábamos junto a mi hermano aquellos días.
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