Una vez mi madre me contó, que mucho antes de aprender a hablar, ya balbuceaba cuando la veía a través de la ventanilla del coche: a las afueras de la ciudad, un lugar multicolor atrapado en numerosos sonidos singulares. Mis ojos se agrandaban como lunas y una emoción, que no sabría describir con exactitud, se apoderaba de mí con fogosidad.
– Eso de allí es la feria – dijo mi madre percatándose de mi asombro.
Yo respondí con semblante anonadado, agitando levemente mi sonajero. Mis padres rieron al unísono. En aquel instante supe que debía conocer ese lugar.
Unos años después, yo debía rondar la edad de seis o siete años cuando, descubrí allí ese sabor inolvidable.
Extrañas estructuras sin par ocupaban cuanto alcanzaba el área de la feria; algunas se erguían hasta rozar el firmamento, unas cuantas se extendían mediante brazos mecánicos y giraban sobre su eje, otras contaban historias en su interior… ¡Oh! y miles de rostros chillaban en ellas, no por miedo, -quizá-, ni por dolor, si no de extremísima diversión. Yo salía de una de ellas con mi padre. Recuerdo que la cabeza aún me daba vueltas mientras él me sostenía en sus brazos.
– Lo hemos hecho bien, Irina – dijo y luego añadió, – yo creo que los coches son lo tuyo.
Después, me guiñó el ojo, arrebatándome una sonrisa de la que, sólo el ratoncito Pérez conocía el paradero de los dos dientes que prescindía.
Un gran número de casitas poblaban entre las increíbles atracciones, cada una un mundo distinto. Mi madre nos esperaba en una de ellas. Arriba, el dibujo de un ganso amistoso, que señalaba su pecho, destacaba en el rótulo, que rezaba: << ¿Puedes darme? ¡Atrévete! >>. Mi madre sostenía en sus brazos a quien esa misma noche recibiría el nombre de Sr. Pardo; gracias a su buena puntería, había ganado un gigantesco oso color café, decorado con un lazo esmeralda alrededor de su cuello mullido. También recuerdo que ese instante se vio impregnado por una fragancia tostada pendida en el aire. ¿Castañas tal vez? Entonces lo vi, me cautivó como una idea brillante en un día apagado.
A escasos metros frente a mí, un pequeño puesto ambulante despertó mi interés, fue cómo acudir a una llamada. Me acerqué. Observé como el feriante, de larga barba color ceniza, entregaba a una pareja de jóvenes, más enamorados que Romeo y Julieta, una especie de nube rosa comestible.
– Eso es algodón de azúcar, cariño – me susurró mi madre arrodillada junto a mí.
¿Algo-qué?, pensé. Mi padre hizo ademán de pedir uno. Yo quedé seducida por cómo se elaboraba: el velo rosado se adhería por sí solo a una varilla. Sin duda debía ser magia.
– ¿Es usted mago? – pregunté con voz melosa.
-No, pequeña– respondió el feriante, – pero su sabor te dejará hechizada.
El anciano me sonrió y me tendió el algodón de azúcar. Aquel día degusté los ingredientes de la curiosidad, el color rosado del amor, la dulzura de la infancia. El sabor de la magia.
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