¡Pan!
– murmuró exaltado, como si tuviera miedo de perderlo de vista, o de invocar a las gaviotas. Pan, por fin; alimento de reyes y pobres, sustancia elegida por el Dios encarnado.

Hace ya varias horas que caminaba por la orilla del canal que conectaba el norte de la ciudad con el resto de la urbe, buscando algo que le pudiera nutrir, ya sea el cuerpo o el espíritu. Porque no hay soledad más grande que la de un hombre que no ha probado bocado en días. Comer, – pensaba esa misma mañana, antes de encontrar su tesoro de trigo, – es un acto social. ¡Pobre del que come en soledad por decisión propia! Antes prefiero el hambre.

Cuántas veces había disfrutado de manjares en banquetes de gala, donde las damas portan vestidos elegantes y cigarrillos largos, y las copas de vino de todo tipo se pasean en bandeja de plata; rojo, blanco, dulce, espumoso. Los había probado todos. Qué decir de los platos que le servían en aquellos años de juventud exitosa; Pollos rostizados, ternera estofada con patatas, verduras al vapor, bacalao horneado con cebolla y naranja, tarta de chocolate con rayadura de coco, alfajor de dulce de leche y sorbete de limón.

Pero más que eso, era la compañía lo que convertía el acto de comer esas delicias en un verdadero placer. Pensaba en cómo, hace tan sólo unos meses, caminaba por las calles del barrio en el que se crió mientras los hornos despedían el olor de los bizcochos por la ventana entreabierta de la panadería, y el artista que los horneaba le regalaba una sonrisa y una bandeja de pastas tan finas que parecían temblar sólo con posar la mirada en ellas. Más adelante se encontraba con aquella pareja encantadora que veía siempre en Misa de nueve. Nunca falta una invitación a comer en su casa, una de las mansiones cercana a la suya que había pertenecido a aquella familia por generaciones. Por la tarde se encontraba en la plaza de la catedral con dos ilustres caballeros a quienes consideraba sus amigos más allegados, colegas de universidad, catedráticos como él. El café que tomaban lo acompañaban con las pastas que le habían regalado aquella mañana, tan frescas como el día de primavera que se elevaba aquella tarde. Y qué decir de la noche, el momento más íntimo a su parecer. Llevaba a su preciosa a cenar a aquella Trattoria que había puesto un siciliano que migró hace ya treinta años. ¡Qué ambiente! ¡Qué vino! ¡Qué comida! Pero, qué era aquella velada sin los ojos de su amada brillando a la luz de las velas. Nada, nada era.

Volvió en sí mismo al tiempo que alcanzaba el basurero donde aquella hogaza de pan, fría y dura, le esperaba. – ¿Qué es la comida sin compañía? – pensó, mientras daba un mordisco amargo a aquel pedazo de pan que, de haberlo compartido con algún amigo igualmente desgraciado, le habría sabido mejor. – Un mísero acto de supervivencia.

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