REMINISCENCIAS
Entre los recuerdos más impactantes de mi vida asociados a la felicidad y la tranquilidad de mi niñez, está el de la tierra removida.
Después de una dura semana de tumbar pasto, desbrozar matorrales, cortar troncos, sacar raíces profundas y eliminar malas hierbas, las cuadras de terreno estaban listas para la siembra.
Entonces mi padre se sentaba en el balcón de guadúas, del espacioso corredor de la casa de campo, que era nuestro hogar y esperaba.
Su sombrero de fieltro de trabajo en su regazo, sus duras manos de campesino una sobre la otra sobre la barandilla, el rostro tostado por el sol sonriente, cansado y feliz.
-Ya está listo el terreno para sembrar – murmuraba con deleite.
Sus palabras eran el clímax del campesino, como cuando llegas a la cumbre del monte y a tus pies quedan kilómetros y kilómetros de dura ascensión.
Yo me sentaba a su lado y su ropa olía a musgo, a tallos de árboles, a pedazos de orquídeas y flores silvestres, a monte profundo, a sudor, a cansancio y alegría. Sus manos estaban llenas de callos en los lugares donde empuñaba las herramientas y, a pesar de lavarlas, conservaban restos de color verde en sus partes duras.
Pasábamos largos ratos al atardecer sentados en los bancos del patio, bajo los limoneros y los naranjos escuchando el susurrar de los sapos y el chillar de los saltamontes. Algunos pájaros al atardecer se recogen en sus nidos entonando canciones tranquilas y melodiosas, papá conocía el nombre de todos ellos y los que no sabía los inventaba. Entonces, cuando la frescura de la noche comenzaba a caer sobre los árboles, y los rayos de sol morían entre las sombras de los plátanos y los lejanos cafetales, llegaba la fragancia ancestral de la tierra.
Era el olor antiguo y misterioso del surco, del tronco cortado y la raíz asustada sacada de prisa de un tirón de su oscuro nido. El olor embriagador de la hierba herida mezclada con la tierra suelta, hendida por la mano de mi padre que había depositado allí la semilla de la vida con la que nos alimentaba. Ese olor fecundo embriagaba mis sentidos y agudizaba mi mente depositándose en un pequeño rincón donde el recuerdo perdura.
En el otoño de mi vida, recogida en un país extranjero con diferentes olores, con gente que huele a extraño; hay días que voy al campo y recostada entre la hierba busco el olor de la tierra, el olor del musgo, los naranjos y los cafetos en flor.
Y el olor más profundo y distante, el olor de papá, sudor mezclado con amor, con tierra, con trozos de limón y maracuyá. El olor y el sabor que dejaron en mí sus palabras de esperanza, y la alegría con que enfrentó la vida.
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