Sentada junto a una estatua de bronce, deliciosamente esculpida aunque perversamente devorada por el paso del tiempo, Carla espera su momento. Hace ademán de mirar el reloj, pero recuerda a tiempo su accidentada escapada a Capri y corrige el gesto ajustándose un mechón detrás de la oreja. Delante de ella se halla la puerta blanca del palacio de verano de los marqueses del Saliente. Detrás de esa mole de piedra e ingenio, la candidata que la precede se halla preparando su plato. La ha podido observar antes de que entrase, aunque tenia prohibido hacerlo (por las normas de la competición y demás). Se trata de una joven pelirroja, pequeña y rabiosamente pecosa, seguramente nerviosa por su caminar atolondrado. En un principio la flagrante juventud de su competidora hace que sus comisuras se enciendan con malicia. Sin embargo, Carla no tarda en comprobar la inoportunidad de su mezquindad. A través de la puerta de marfil la empieza a asaltar un coro de olores, camufladas bajo una brisa estacional. Los aromas acarician la nariz de Carla, primero de forma suave, aunque a medida que los minutos se suceden, los olores la embriagan sin ningún atisbo de caballerosidad.
Los recuerdos la asaltan con violencia y la arrastran a través de pasadizos oscuros y olvidados, lejos del palacio de los marqueses y cerca de todos los lugares de los que huye. Se ve, con los ojos enrojecidos, delante de un pelotón de fusilamiento, que la ametralla con comentarios despiadados e inhumanos. Los ojos le arden y reza con fuerza las plegarias que nunca se ha molestado en recordar, que ahora se le presentan como asideros en su pozo de desolaciones. Las lágrimas, con su acidez y regusto a amoniaco le queman las papilas gustativas y la acosan con ahínco. Ella se esfuerza por mantenerse cuerda, por volver a una realidad incómoda pero vital y abre los ojos, buscando la puerta de marfil. Las lágrimas le vuelven a saber amargas, ya sin aquel regusto extraño y violento. Aun así, nota que los olores se han apoderado de la sala de las estatuas, poniendo a prueba su determinación. Ve a lo lejos a una joven vestida de blanco, una sirvienta intuye, que la mira fijamente y la saluda con ojos tristes y temerosos, que Carla no puede o no quiere descifrar. Instintivamente pero, se pasa la mano por la mejilla, y el tacto de las cicatrices hace aflorar de nuevo la acidez en su boca.
Dentro de la sala se oyen movimientos, una suave sinfonía de pasos que se cruzan y que se acercan, paulatinamente, hacia la puerta. Carla mira hacia donde estaba la criada, pero esta se ha evaporado, oculta de nuevo en los oscuros recovecos del palacio. La puerta de la sal finalmente se abre, y los olores desbordan cualquier previsión que Carla hubiera podido concebir, condenándola, como si de un aquejado titán se tratara, a vivir para siempre en las profundidades de su monte Tártaro particular.
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