El jabalí chillaba con abrumador dolor mientras se revolcaba entre el fango y el charco de sangre que había dejado. Le fue difícil cazarlo, resultó ágil y vigoroso pero con su filosa bayoneta consiguió trincharlo hasta las entrañas. Martínez, el soldado Martínez de infantería estaba perdido en la selva media de la cordillera. Su pelotón se dispersó en la confrontación con los rebeldes justo cuando el cielo estalló en llanto y vomitó niebla. Martínez se golpeó en la cabeza contra una roca en medio de la confusión y la ceguera. Llevaba un día inmenso intentando encontrar el camino, persiguiendo el rastro de los suyos, de sus hermanos de guerra. Intentó dormir pero no lo consiguió, el frío era demoledor. Después de caminar y caminar  el estómago le reclamó. Pronto oscurecería,  necesitaba un refugio y algo de comida y lo único que veía eran hormigas, gusanos y frutos desconocidos. A lo lejos se escuchaba el agonizante coro del agua. Ilusionado salió en su búsqueda guiado por el sonido hasta descubrir un imponente río que por el contrario a su coro era fuerte e impetuoso. Se incrustó en sus heladas y turbulentas aguas provisto de un puntiagudo palo que yacía en sus laderas. Puso en práctica sus entrenamientos en supervivencia pero no le sirvieron de mucho. Emergió de las aguas y continuó su camino. El estómago se puso de exigente y lo jaloneó. Era una huelga intestinal. El azul oscuro se apoderó del cielo y volvió a llorar. Martínez se acurrucó yerto bajo un frondoso árbol. Tembló durante toda la noche. Tembló de una forma incontrolable. Tembló escuchando monos y fauna libre, más bien en vacaciones. El cielo lloró con furia y escupió truenos. Martínez pensó atemorizado pero no pensó. El estómago le reclamaba se sentía vacío. Un debate diacrítico sucedió. Finalmente se desplomó con los ojos cerrados repletos de lágrimas del cielo. Una serpiente. Un oso. Un armadillo. Dos ranas. Un mono. Otra serpiente. Una arañota. Todos deambularon al borde de su regazo. Un amarillo intenso se le coló entre los ojos hasta que se los abrió. El cielo ya no lloraba y el azul oscuro estaba desvanecido. Se levantó atolondrado con el fusil en mano y aerodinámico lo vio pasar. Allí estaba ese jabalí repleto de carne, ideal para dejar calladas a sus papilas gustativas y a su revolucionario estómago. Se le fue sigiloso haciéndose el flaco para no hacer sonar las hojas ni la hierba. El obeso cuatro patas meditaba entre las matas. Ya podía imaginárselo en gruesos y jugosos cortes, adobado con una mezcla de ajo, tomillo y vino tinto. Humeante y oloroso. Excitante y sabroso. Se lo imaginó a las brasas y también en sopa. Se lo percibió al vapor, al horno y encostrado. Alistó la bayoneta, se le fue mudo e invisible, lo tenía a centímetros ya casi en su boca pero falló. El regordete ágilmente corrió y se mudó unos pasos adelante. El cielo estaba deprimido y otra vez a llorar, entonces Martínez esperó a que el animal se relajara y cuando lo vio apagar los ojos, justo ahí con un movimiento letal lo trinchó. Y un rayo trinchó a Martínez. 

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