En mi familia hacer el asado era símbolo de haber dejado la adolescencia. De transformarse en un verdadero hombre. Cuando era chico era muy común estar por ahí y como quien no quiere la cosa, tratar de aprender por los aromas, los secretos de un buen parrillero.

Por lo general alrededor de la parrilla se sumaba una runfla de opinadores que establecían reglas específicas, científicamente acreditadas, sobre la manera de prender el fuego, la limpieza de la parrilla y el modo de salar la carne. Lo cierto es que nunca se ponían de acuerdo y escuchando las distintas teorías fue creciendo en mí un sentido desconcierto. El aplauso al asador así se convertía en un estado aspiracional que solo podía pre anunciar desencantos.

Cuando el asado lo hacía mi tío Américo nadie se animaba a levantar la voz. Tenía un carácter huracanado, sobre todo luego de la tercera copa, y le gustaba discutir a quien le lleve la corriente sobre distintos temas. Tenía una verba demoledora y gustaba terminar sus conjuros con formulas pata físicas que no daban lugar a continuar con la disputa.  Decime vos que sabes de todo: «¿Qué parte de la vaca es el pollo? y cosas por el estilo. Su virilidad derramada se sostenía por el absurdo. 

En una época me había tomado como su interlocutor y siempre me agarraba aparte para tomarme examen sobre la receta del chimichurri. Me decía: «Los componentes de la fórmula te los tenes que acordar de memoria: sal, aceite, vinagre, orégano, ajo, perejil, y…» ahí hacía un silencio esperando que le conteste pero siempre me faltaba algo. Luego aprendí que los cocineros nunca comparten la receta completa, pero para ese entonces ya era tarde.

Mi primer y último intento de convertirme en asador fue un sábado a la noche con amigos. Era verano y nos quedamos en la quita de mi primo fumando cigarrillitos de la risa hasta que alguien dijo que podíamos comer un rico asado. Habíamos hecho fútbol, cantado viejas canciones y jugado a las cartas. En nada pude destacarme. Llegó la hora de prender el fuego y me animé porque nadie sabía cómo empezar. Suponía que luego de tanta información acumulada a lo largo de los años podía darle un poco de sombra a esta flaca existencia. Pero pasó que se acercó Sofía y me dijo: “el pez que nunca descubre que vive en el agua se vuelve invisible”. De ahí en adelante preferí convertirme simplemente en un comensal; sentarme a la mesa a esperar que me sirvan y disfrutar de la comida. Sentarse y dejarse maravillar por los trucos de un ilusionista no sonaba del todo mal. Al fin y al cabo, en la trastienda de los magos solo se despliega una falsa ornamentación o un conejo escondido que espera su turno para salir.

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