GENEALOGÍA

Era el sonido largo del beso de mamá cuando me dejaba en Rivadavia 3840 y se iba a hacer compras a La Piedad. Era el aroma penetrante y ácido a fritura, que llegaba hasta la calle. Era el pasillo de 75 metros que yo atravesaba saltando hasta el departamento de mis abuelos. Era acercarme a la puerta y escuchar estallar como explosivos los pedacitos de cerdo, en el aceite de la sartén. Era el sabor dulzón y la textura crocante y a la vez pegajosa de los cueritos que mi abuelo estaba cocinando. Era saber que me costaría masticarlos con mis dientes de leche en equilibrio. Era la certeza de que los hacía para mí. Nunca le dije que no me gustaban. Era su amor lo que comía. Era el sabor grasiento que me quedaba en la boca el día entero. Era la protesta de quince familias que no soportaban el olor, impregnado en sus casas durante toda la semana.

Aún ahora, 70 años después, evoco aquél aroma cuando hago frituras.

El largo pasillo fue demolido y convertido en un supermercado, pero el abuelo sigue haciendo cueritos de cerdo en mis sueños.

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