Los rayos de sol se colaban ténues por la ranuras de las persianas, descubrian pequeñas motas de polvo que parecian jugar con la luz ya casi deslucida de la tarde. Mis dedos, indiscretos, interrumpían su baile intentando integrarse en aquel silencio de luz. Podía ver como mi mano se volvía un ente fantasmal entre la luz y el polvo bailarín. No quería moberme, no quería salir de aquella semiinconsciencia de la siesta veraniega. Sentia cómo el sueño todabía era dueño de la habitación, la cama parecía flotar bajo mi cuerpo que sentía lacio e ingrábido. No quería salir de aquel duermevela dónde mis sentidos eran más sensibles a mi entorno. Sentia la lejania de los gritos de los niños jugando con el mar, casi podía oler la salubre en el aire, me llegaba el olor a melocotón y sandía, seguramente la abuela preparaba la merienda en la mesa de piedra, desgastada por el paso de los años, del patio bajo mi ventana. Tantos recuerdos de los veranos vivídos en aquella vieja casa familiar, tantas risas embotelladas en la despensa fresca y oscura que olía a bosque por las hierbas que la abuela recogía para sus infusiones.
Giré mi cabeza lo suficiente para poder ver las fotografías que colgaban de la blanca pared conformando un álbum de famíllia. Era cómo si todos los veranos de mi vida hubieran quedado allí cogados. No éramos una gran familia, mi madre perdió a su hermano cuando éste fue arrestado por rojo en tiempos dónde el águila controlaba a las personas. Mi madre me tuvo a mí, a Paula y a Lluís. A mi me llamó Rosa y soy tan roja cómo lo fue mi tío, pero ahora son otros tiempos, incluso el color de los veranos son diferentes, pero la casa sigue igual, inamovible por el paso de los años, sólo más vieja, cómo todos, pero esperando fiel nuestro rebreso de todos los años. Yo no tengo hijos, solo libros escritos con el mismo amor, mi hermana y hermano sí que tienen, cinco en total, de cinco a dieciocho años. Ellos ponen la música y la vida en la casa, mi madre el color con sus cuadros pintados al óleo, mis abuelos el olor y los recuerdos con tantas historias contadas a la mesa con mantel de cuadros blancos y verdes, bajo el gran arbol que nos abraza con sus largas ramas de grandes hojas. Los insectos, atardos por la luz de las pequeñas bombillas colgadas sobre nuestras cadezas, parecian escuchar aquellos relatos que los abuelos narraban con sus lábios mustios y los surcos de sus caras, mi padre tocaba la guitarra acariciando las cuerdas para acompañar las parabras que tejian sus viejas voces.
Ya llegan todos con sus risas, me tendré que sacudir la morriña para bajar a crear recuerdos para colgar en la pared.
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