Los martes ningún pibe faltaba al cine del barrio para disfrutar las tres películas de aventuras y acción que se ofrecían en continuado. Allí nos esperaban Tarzán, Alan Ladd, Gary Cooper, John Wayne, Flash Gordon y su estrambótico cohete espacial, y nosotros los acompañábamos con gritos de aliento en sus luchas contra cuatreros, gánsteres, nazis o seres de otros planetas. Cuatro, cinco o seis horas de cine con finales felices. Siempre lo eran: el malo perdía, el bueno ganaba y, claro, se quedaba con la muchachita, sellando su romance con un beso tontuelo que a nuestra niñez se nos presentaba como el paroxismo de una sensualidad aún desconocida.
Pero, aunque el entusiasmo no decaía dentro de la sala a pesar de tantas horas en blanco y negro, los estómagos juveniles de a poco comenzaban a reclamar asistencia. Al momento de llegar al cine aún estábamos satisfechos por el reciente almuerzo familiar, pero al rato comenzaba el reto de los bolsillos pobres: ¿compramos una golosina en el cine para saciar el apetito creciente o esperamos hasta la salida para disfrutar de nuestro pequeño banquete en la pizzería? Generalmente era una cosa o la otra, porque nuestra riqueza solía ser limitada. Cuando caíamos en la tentación de la caja de maní con chocolate o el turrón para disfrutar durante la proyección ―y por lo tanto debíamos sacrificar la pizza por falta de dinero― nos volvíamos a casa por el camino más largo para evitar pasar por la esquina de la pizzería. Es que la seducción de los olores que emanaban de su horno era más potente que el canto de la más atractiva sirena de la Odisea. Juro que eran aromas que se percibían desde muchos metros antes de atravesar su puerta, y no ingresaban solo por las narices, no: parecían disponer de extensos brazos cariñosos que nos atrapaban y transportaban hasta el mostrador, y allí nos convertíamos en prisioneros de las sensaciones que invadían nuestros sentidos, nos cautivaban, no podíamos esperar a que nos sirvieran, nuestro apetito se volvía imperativo: ¡quiero mi porción de pizza! Y una vez en nuestras manos, no había nada más preciado en el mundo que ese triángulo de masa alta, sabrosa y caliente, con salsa de tomate apenas asomando por debajo de la abundante mozzarella que chorreaba por los costados, la que inevitablemente se pegoteaba en el pequeño pedazo de papel de estraza blanco con que agarrábamos el trofeo para no quemarnos ni ensuciarnos demasiado (tal vez no haga falta confesar que, al terminar con la pizza, rascábamos con los dientes esa especie de ordinaria servilleta para no desperdiciar ni una pizca del manjar adherido).
He comido pizzas de distintos tipos y con variados ingredientes en cientos de lugares de mi ciudad y del mundo, seguramente la mayoría era más sabrosa que la de mi niñez, pero ninguna ―ninguna― me ha vuelto a envolver en una ensoñación de aromas, sabor y placer tan poderosa como la de la pizzería de aquella esquina del barrio de Bernal.
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