Con sabor a eneldo

Con sabor a eneldo

Silvia Marteniuk

25/07/2020

Cuando una sensación ha sido poderosa, con solo pensarla se abre el baúl de los recuerdos. Me pasó con los pepinos en salmuera.

Compartí poco tiempo de mi vida con mis abuelos paternos, pero evocando sabores y aromas que me hayan conmovido, llegué hasta su casa.

La figura de la virgen al lado de la puerta principal, la calle pavimentada con adoquines, las tejas españolas, la fachada de cuarcitas trabajadas y ese pasillo, que por el costado, nos dejaba pasar al fondo sin ensuciar nada.

A más de mil kilómetros de distancia -en el mismo país- no hay ni vestigios de mi Patagonia, tan árida y sedienta, que hasta tiene fauna seca y gris para confundirse con la vegetación.

Siento mis pies de niña -tendría unos cinco años- caminando por la tibia vereda de cemento. La que me llevaba hasta aquel vergel logrado por mi abuelo, que tenía la virtud de estimular los cinco sentidos a la vez. De intenso colorido floral, tan alto como esos árboles de apetecibles frutos, colmado de verduras con diferentes texturas y perfumado por hierbas aromáticas, que se embellecía aún más con el piar de los gorriones, indiferentes al espantapájaros que les había puesto.

Cerca de la medianera, había una improvisada ducha para poder deshacerse de la sal y la arena que se traía de la playa. Justo en ese lugar, en dónde parecía que el eneldo era el único dueño del aire.

Mientras goteaba mi traje de baño y los hilos de agua clara caían -provocándome cosquillas que me esforzaba por ignorar- me quedaba allí olfateando… haciendo esas inspiraciones tan profundas que pueden provocar remolinos dentro de la nariz y que me extasiaban de eneldo.

Mi abuelo Gregorio tenía su pequeña fábrica de pepinos en salmuera. Un recinto oscuro de pequeñas dimensiones, pero lleno de frascos y exuberante en fragancia. Hasta allí llevaba su cosecha de pepinos -rugosos y de intenso verde- y un arrogante ramo de eneldo; para poder dedicarles su momento “a solas”.

Sólo con abrir la puerta, el mundo podía cambiar por completo…logrando ceñirse al placer olfativo, que para mi abuelo era gozo culinario. Lo notaba en el brillo de su mirada.

Tan alto, robusto y serio que aún me cuesta poder imaginarlo allí dentro, rodeado de estantes de madera, con solo una lamparilla y parado frente a aquella mesa deslucida por el uso y el tiempo. Quizá era su esfuerzo para encontrarse con su propia infancia; lo más preciado que había dejado en el otro continente del que emigró a los catorce años…no lo sé.

A veces busco pepinos en salmuera por las #góndolas pero casi todos los envases dicen “en vinagre” y cuando finalmente veo uno, indago en la transparencia del vidrio para ver si tiene eneldo, aunque no se nombre en la etiqueta.

Sinceramente nunca pensé en hacerlos, pero se me hace agua la boca recordando su sabor y cómo crujían al morderlos.

Tal vez sea mi recóndito anhelo por “ese encuentro inesperado” al destapar un frasco… así como lo sentía entonces, cuando abría la puerta de su pequeña fábrica.

 

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