«PUCHERO CRIOLLO»

«PUCHERO CRIOLLO»

Con papas, boniatos, zanahorias, mucho zapallo cabutiá y por lo menos media calabaza, sin olvidar el choclo, los puerros, los nabos, las hojas de espinaca, las cebollas coloradas , unos porotos blancos, algún tomate americano y una ramita de apio, en una olla bien grande de agua con dos o tres dientes de ajo y un trozo de carne con hueso con caracú se puede hacer un riquísimo «puchero criollo». Aparte, para que  no se recocine, dos chorizos y alguna morcilla dulce o salada lo complementan al emplatar.

Era sábado y estaba nublado. Los dos solos en Villa Estela en nuestra casa de fin de semana. Guille, como siempre, preparó su bici rutera y salió a recorrer sus kilómetros diarios junto a sus amigos.

Puro barro, cansancio y sudor, sobre la una de la tarde, volvió. Nuestra cocina luminosa, desprendía un olor tradicional exquisito y poco usual.

Muerto de hambre, murmuró: -«No puedo creer que sea puchero»…- y asomó su mirada curiosa por la tapa ladeada de la gran olla que hervía a fuego lento.

-«¿Me adivinaste?»… «¿Cómo se te ocurrió?»… «Hace tanto tiempo que tenía ganas» …»¿Conseguiste carne y morcillas dulces?» …» ¿Te fuiste sola caminando hasta el puesto de Mabel?»… –

Mientras le sonreía, con mi cabeza asentía y mis labios murmuraban muchos «¡sí!». Porque él siempre merecía mis «SI». Y pasado el tiempo se ganó uno bien grande que llega al cielo.

-«También compré fariña» – le avisé. Él tendió la mesa e hizo el pirón. Era su especialidad. Porque sin pirón, no había puchero.


Así que ese mediodía almorzamos «puchero», mientras bajito sonaba un viejo disco de los «olima».
Esa noche, cenamos una riquísima sopa de fideos con el caldo que sobró.

Muchos festines como este, compartí con él. En la mitad de nuestra vida, cada tanto y a solas, saboreábamos los platos de nuestra infancia. Esos que nos preparaban los abuelos y que nuestros padres nos enseñaron a degustar.

Inolvidable todo.

Hoy estoy sola con mis recuerdos y mis sabores incrustados en el paladar. Mi corazón llora en silencio. Ni nuestra casa ni nuestra cocina están más.

Desde mi nuevo hogar, en este friísimo invierno uruguayo de pandemia y barbijo, a los que pasamos los sesenta, no nos queda otra cosa que recordar en la cocina, viejos sabores.

Ese último puchero de mi vida, hoy se convierte en una exquisita sopa licuada de verduras que descansa en el último estante del refrigerador sin subir jamás al freezer.

A mi  hijo le encanta. Es el aperitivo del almuerzo, y acompaña los chivitos al pan   de los sábados en la noche. También es la antesala de  postres tradicionales como el arroz con leche o los  panqueques rellenos del famoso dulce de leche del frasco regordete, que en su etiqueta, tiene  la silueta inconfundible de una vaquita.

Me quedé prendida a ese recuerdo y casi sin tiempo ni ganas de contarles de nuestras tardes de lluvia con mate amargo y tortas fritas.

Esperen…¡Será la próxima!

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