Tortilla de luna, corazón de madre

Tortilla de luna, corazón de madre

Javier Vidal

22/07/2020

Los adultos volvemos a nuestra infancia rememorando el sabor de la comida de casa… excepto cuando a tu madre no le interesa la cocina. En aquel tiempo prepandemia y siempre en domingo, mis hermanas y yo extendíamos el mantel blanco con olor a Vernel, sacábamos la vajilla de Sargadelos y ella preparaba su especialidad: tortilla de patata sin cebolla y cinco huevos camperos con restos de plumón. Todo gallego, por supuesto. Lo hacía con cierto desdén, como el que pinta una acuarela mientras enciende un cigarrillo, deslizando varias veces el dedo sobre el signo (+) de la vitrocerámica para que el aceite ejerciera su poder transformador, y así poder consagrarse lo antes posible al crucigrama de «El País Semanal» o repetir el saludo al sol mientras padre dormía la siesta. Es más, su desinterés era tan evidente que ni siquiera pareció molestarse años más tarde —reconozco que en aquel momento no fui consciente de la gravedad de mi aseveración— cuando le dije que desde que me había ido de casa nunca había echado de menos sus recetas y que, por supuesto, prefería la comida artesanal de mi mujer tokiota. Ella simplemente se quedó callada, esbozó una sonrisa irónica dejando al descubierto sus muelas postizas y me preguntó si quería leche con el rooibos. Años más tarde y a raíz de este concurso sentimental-gastronómico reconozco que fue un comentario cuanto menos innecesario, como el teflón de las sartenes y los productos lácteos en las infusiones.

El proceso era siempre el mismo. Madre se quitaba el delantal, abría el balcón de la cocina con la mano libre y, ayudándose una espátula, colocaba una tortilla demasiado amarilla sobre un recipiente de cerámica laqueada con forma de eclipse. A mi futura esposa la imagen le podría llegar a inspirar una luna llena entre trigales, pero yo observaba la escena con la esperanza de que mis hermanas estuvieran hambrientas y me dejaran el trozo más pequeño, no porque estuviera malo, al contrario, sino porque, al igual que mi madre, yo también tenía cosas más importantes que hacer, mucho más que digerir proteínas disueltas en almidón. Los cinco nos sentábamos a la mesa, madre rompía aquel iceberg biológico con un giro de muñeca que imitaba el signo estrábico de la paz y de aquella estructura emanaban efluvios que me transportaban a un pasado todavía más perecedero, al del verano en las Rías Baixas donde convertíamos tubérculos en granadas y a las gallinas en blancos vivos, ignorando —los niños son así de idiotas— que en esa mezcla improbable de patatas y huevo residía el Santo Grial de la cultura gastronómica española.

Llegados a este punto toca regresar al 2020 y preguntarse: ¿a qué sonaba la tortilla de patatas que mi madre preparaba en 1995? Pues a familia, a pequeños trozos de sal disueltos en sorbos de agua del grifo, al dulzor de la tierra pasado por la textura viscosa de la albúmina en lengua, a olivas prensadas con los pies, a conversaciones sobre el plato del día y el calor de la noche, a una realidad que, como la ciencia del cocinero, se va por el agujero de este mundo raro. Me llevó muchos años entender que aquella tortilla imitaba el corazón de una madre a la que le debo mi bien más preciado: el sabor de una vida que se fríe rápido… y siempre con cebolla.   

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