No todo son achaques en esto de la vejez. Mi maltrecha osamenta apenas puede mantenerme en pie y, sin embargo, mi mente se resiste a desprenderse de los recuerdos de aquellas exquisiteces que preparaba la madre de Fali. Creo que no hace falta explicar de dónde le venía el apodo al hispano. Su nombre era Alberto, pero nadie le llamaba así, y si alguien lo hacía, él no se daba por aludido. Se ponía como una moto al oírselo pronunciar a las chicas. Hasta su madre había renunciado a utilizar su nombre de pila. Su madre. Julia. No se me va de la cabeza. Parece mentira que no me acuerde de lo que desayuné esta mañana y sin embargo aquellos deliciosos momentos que pasé junto a ella estén tan nítidos en mi memoria. Sabores, olores, todo está ahí, almacenado en algún lugar, rodeado de la poca materia gris aprovechable que aún me queda y protegido del inexorable paso del tiempo. Todo lo demás: nombres, vivencias, rostros… se ha ido al carajo.

Por aquél entonces solía quedarme a comer en casa de mi amigo, y cuando eso ocurría, se me abría el cielo. Mis padres, en aquellos días previos a la II Guerra Mundial, apenas iban por casa. Temían ser descubiertos por su condición de judíos. Julia, preocupada por mi vida, se ofreció a acogerme aún a costa del peligro que corría. Cierro los ojos y me dejo llevar por mis contados recuerdos. Me parece estar oliendo aquellos deliciosos churros que nos hacía para merendar, perfectamente moldeados y crujientes. Dorados como el retablo de la iglesia. Nunca volví a probar nada igual. ¿Y qué decir de las tortas de harina rellenas de nueces y miel? Aunque ahora no tenga dientes, me sigo emocionando al notar que los jugos todavía están presentes en mi octogenaria boca.

Pero no todo eran olores y sabores en casa de Fali. También estaba lo demás. Julia era muy cariñosa y me besaba de una forma rara. A veces pienso que sus besos iban más allá de la inocente castidad. Yo cerraba los ojos y me dejaba llevar por mis fantasías. La imaginaba de espaldas, desnuda, cubierta por un raquítico delantal que insinuaba sus perfectos glúteos. De vez en cuando se volvía para guiñarme un ojo. Creo que Fali se daba cuenta del efecto que su madre causaba en mí, aunque jamás hizo el menor comentario. Se limitaba a mirarme con cara de guasa y a hacer gestos obscenos. Ni en mis mejores años recuerdo haber sido tan feliz como cuando Julia me abrazaba con su irresistible sensualidad. Pero esa dicha duró poco. El mundo se me vino encima cuando un día, cercano ya el armisticio, murió en el transcurso de un bombardeo. Todavía voy por el cementerio a llevarle flores.

Mis padres y yo sobrevivimos a la guerra. De Fali oí decir que se ganó la vida haciendo películas guarras, aunque no sé qué hay de cierto en ello. Talento tenía el chico. Vaya si lo tenía.

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