Recuerdo aquel momento, el último día que pude apreciar un olor. Vivíamos en un pueblo pequeño del norte de España, y siempre recordaré el olor a lluvia mojando las calles. Echo de menos ese olor, pese a que en aquella época siempre iba acompañado de una sensación de prisa por acabar el trabajo antes de volver a mojarnos con el aguacero de turno.

Esa mañana, al despertarme y abrir la ventana, la alcoba se llenó de ese conocido aroma a mojado. Como cada amanecer, agarré uno de los dos pantalones que tenía en el armario. Escuché como rompía a hervir la leche de vaca recién ordeñada que mi madre había puesto en la cocina. Fui hasta allí, y olía a lumbre. A fuego recién hecho, a calor y a hogar. La casa de mi madre siempre tenía ese perfume.

Cuando terminamos de desayunar, fuimos hasta la cuadra contigua a la casa de mis padres. No hacía falta adentrarse mucho para apreciar el tufo a animal cerrado y estiércol. A mí no me parecía desagradable, solía entrar y salir de allí con total normalidad. Estaba absolutamente acostumbrada a esa sensación descrita por muchos como hedor más que como olor. Mi padre agarró nuestra mula y como siempre hizo amago de no querer salir de allí. Un par de tirones y lo entendió, un día más iríamos al campo.

No había un gran camino hasta llegar a nuestro lugar de trabajo. Había parado de llover, pero allí el olor a humedad se intensificaba.  Fui directa al carro donde echábamos el heno y a pesar de estar tapado, se encontraba ligeramente mojado. Tenía dos ruedas de madera tan altas como yo, que, para tener 10 años, no medía más de metro y poco. El carro olía a la hierba cortada mezclado con el sudor de mi padre.  Me agaché a quitar parte del plástico usado como funda, enganchado en una de las ruedas de madera. De repente, como una pirueta del destino, la rueda cedió y el soporte del carro, ya lleno de heno mojado, se volcó sobre mí. Estuve inconsciente horas sobre la cama de mis padres, sin muchas esperanzas de recuperarme viva. Cuando desperté nadie se podía creer que no tuviera secuelas. Tenía memoria, veía bien, escuchaba a todos, podía andar, básicamente, volví a nacer. Sin embargo, sin saber aún que pasaba, yo tenía un mal presentimiento. Fue la mañana siguiente, cuando llegué como siempre a la cocina y sentí una sensación plana, de vacío. La lumbre estaba en su sitio, pero yo no olía nada.

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