El sabor del hambre

El sabor del hambre

¡Un día lo tienes todo! sabores, manjares, todas esas ricuras a las que mamá nos tiene acostumbrados y solo en el momento en que no las poseemos les damos el valor que se merecen.
¡Me pasó a mí! Ahí estaba sentado en un lugar desconocido, lejos de casa, sin un solo peso en mis bolsillos, viendo como las personas pasaban llevando en sus manos esas delicias que podían comprar con su dinero; pero estaba varado, llevaba dos días buscando como llegar a mi casa; sin suerte alguna y el recuerdo de los alimentos que prepara mi madre, sus pasteles, empanadas, sancocho de gallina, o un jugo de sapote (fruta del caribe) me hacían rememorar lo insulso que había sido al no darle sentido aquello que era la verdadera felicidad.
El hambre me tenía a punto del desmayo y solo me quedaba una opción: Pedir para que me dieran de comer ¡Ya era más el apetito que la vergüenza!

Así que pasé de restaurante en restaurante rogando por un poco de comida como si fuera un mendigo, la pena acortaba mis palabras y a veces no entendían lo que decía; me ignoraban tanto al paso, que prefería irme a no repetir lo que quería decir y más en medio de los comensales que en ese momento departían con los suyos, mirándome de reojo para no tener contacto directo.
Con mi último esfuerzo busqué un sitio poco concurrido para pedir; que no me diera timidez. Al arrimar a suplicar un vaso con agua, me lo entregaron con una sonrisa y mientras calmaba mi sed le comenté a la señorita lo que estaba viviendo.

Me recibió el recipiente diciendo: “Regresa a las ocho de la noche para darte lo que sobre de nuestra jornada”. Me fui en busca de sombra a esperar que pasaran tres horas bajo un árbol de almendro, el cual le machacaba sus frutos y comía su semilla para engañar mi estómago; pronto calmaría mi dolor de panza ¡Pensar que mamá nunca dejó que me acostar sin comer!
Volví puntual. Bastó mi presencia para que interpretaran a qué venía, con su lenguaje no verbal me hizo saber que debía esperar, que ya salía. Solo pasó un instante cuando la vi llegar con una olla muy grande donde preparaban el sancocho del día, diciendo: “Coma lo que pueda y me devuelve la olla para lavarla”.

Sentado en el andén ¡Por fin un bocado para este moribundo! ¡Era mucha comida en esa olla! Inmediatamente fue como un déjá vu por las sobras que mamá me daba después de vender comida en el mercado del pueblo pasando por mi mente una y otra vez.
Comía despacio para no causar daño a mi estómago, a pesar del hambre aún podía razonar un poco. La comida estaba muy sabrosa, solo que tenía un sabor extraño; el de mis lágrimas que le daban un salado especialmente inefable que solo yo disfrutaba, así conocí el mejor sabor en un alimento ¡el sabor del hambre!

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