No soportaba aquel olor. Seguía poniéndome enferma al recordar aquel olor a muerte, a enfermedad, a tristeza y a miedo que impregnaba los pasillos del hospital en el que la visitaba a ELLA cada día cuando era niña.

Era demasiado pequeña para tener que enfrentarme a aquello, para tener grabado en mi memoria aquel olor que me destrozaba el alma y me hacía mil pedazos por dentro.

Muerte y enfermedad, envueltas, disimuladamente, en desinfectante barato y dejadez.

No lo soportaba, pero soportarlo, era la única manera de poder estar cerca de ELLA, de acariciarla, de escucharla, de sentirla y de sentirme, yo misma, amada y protegida.

Recuerdo el día que fue a visitarla Luis, el carnicero de la familia de toda la vida. Me costó reconocerlo vestido de calle y sin su delantal blanco con sus habituales manchas de sangre; sin embargo, el olor a matadero que siempre lo envolvía, seguía allí, intenso e inconfundible.

Luis me caía bien, pero siempre había odiado tener que acompañarla a ELLA a la carnicería. Me resultaba macabra la experiencia de cruzarme con el camión frigorífico del matadero descargando cuerpos de vacas y cerdos muertos y despellejados. Siempre había sido una niña muy visceral, y, aquellas imágenes de cuerpos de animales inertes, se quedaban en mi mente durante horas.

Me sorprendió que Luis hubiera escogido como regalo un perfume; todos le llevaban flores, bombones o un libro. Todavía hoy seguía sin entender, cómo al carnicero, se le había ocurrido llevar un perfume al hospital. Pensé que, quizás, el pobre, estuviera tan obsesionado con su propio olor a matadero, que tuviera la necesidad imperiosa de rociar el mundo con exquisitos aromas.

Al día siguiente de aquella visita, le dieron el alta. ELLA estaba tan contenta, que se puso el perfume para salir del hospital. Lo pulverizó en sus muñecas, en su pelo, detrás de sus orejas… Me miró, tomó mi mano y sonrió.

Abandonamos juntas aquel lugar. Por primera vez, caminaba por aquellos pasillos envuelta en la dulce y mágica fragancia de aquel perfume que lograba borrar todo rastro del olor que me recordaba que estaba en la cuna de la muerte y de la enfermedad.

Nuestra felicidad duró lo que aquel frasco de perfume. El día que se puso las últimas gotas, volvió a ingresar y ya nunca más salió.

Yo sí que salí, pero aquella vez, sola, rota, y envuelta en lágrimas y dolor… Los pasillos recuperaron su horrible olor a sufrimiento y a muerte.

Tiré aquel hermoso frasco vacío, furiosa, porque su vida se había consumido con él.

Llevo más de veinte años buscando aquella fragancia; nunca supe su nombre, ya que, aquel regalo, había sido una elección al azar. Soy capaz de sentirlo en mi interior, pero necesito poderlo llevar impregnado en mi piel, para recuperarla, para sentirla de nuevo conmigo, pero, ahora más que nunca, para poder volver a entrar en ese hospital en el que hoy, desgraciadamente, tengo que visitarlo y cuidarlo a ÉL.

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