TEMPORADA DE QUINOTOS

TEMPORADA DE QUINOTOS

Alicia Prack

17/07/2020

—¿Te pica mucho la boca? —me preguntaba mi hermano entre risas, al ver que con el dorso de mi mano frotaba una y otra vez mis labios, enrojecidos por el ardor, que no era tanto, ya que el picor que producían los quinotos en la boca lo exageraba la aventura de engullirlos a escondidas.

Nuestra madre había decidido comenzar con la ceremonia anual de la elaboración casera de dulces y mermeladas con los quinotos que abundaban en el árbol del fondo del jardín, de modo que tomábamos la escalera de cinco peldaños y una cesta apropiada que poníamos al pie de la planta. Nuestras manos comenzaban a arrancar los racimos que rebosaban, eligiendo los que estaban en su punto, dejando los más verdosos para que siguieran madurando, y con la advertencia de nuestro padre de no quebrar las frágiles ramas. Al rato, cuando veíamos que ya casi no cabían más en el enorme recipiente de mimbre, comenzábamos a picotear las pequeñas naranjitas chinas, frunciendo las caras cuando llegábamos al jugoso interior, algo ácido, escupiendo las semillas y riéndonos de nuestras propias muecas, muy tentados.

En la mesa de la cocina, mamá ya había dispuesto el mantel de siempre, ése que a pesar de los lavados mostraba las manchas de todas las conservas que realizaba.
Sobre una tabla de gruesa madera, empuñando el cuchillito afilado para esos fines, comenzaba a rebanar las pequeñas frutas separando las semillas para más tarde, por la pectina, decía, cosa que entendí mucho tiempo después. Sus manos eran gráciles y bonitas. Aún recuerdo en su dedo la alianza de oro mientras cortaba los quinotos.

La cocina se inundaba de olor a cítrico y de música, porque siempre se escuchaba radio mientras había algo en el fuego. Mi hermano y yo nos sentábamos en un rincón para observar cada paso de mamá que revolvía y cuidaba el punto de cada confitura. Tenía destreza para envasarlas y era prolija para escribir las etiquetas colocadas en los frascos.

El aroma que reinaba en casa se nos ha quedado tatuado en la piel y fijado en la memoria, así como los desayunos y meriendas de nuestra época de escolares y de estudiantes. Era tan grande la cosecha que durante el año podíamos disfrutarlos en los postres y en las tostadas. Mi padre los comía en almíbar con un trozo de queso y abría mucho los ojos por el placer que le daba ese bocado.

Mi madre nunca olvidaba un puñado bien lavado para llevárselo a nuestras vecinas, doña Consuelo y doña Concepción, dos hermanas viudas que habían nacido en Alicante. Ellas acostumbraban a consumirlos en ensaladas: kumquats con lechugas y almendras, como según nos contaban que los servían en su pueblo.

Aquel picor en los labios lo revivo con solo acercarme al mercado y comprarme una de esas bolsas que exhiben quinotos anaranjados. Ni se parecen a los que arrancábamos de chicos, pero sirven para hacerme sonreír y animarme a hacer mi propio dulce.

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