Tengo las llaves en la mano. Me tiemblan las carnes incluso de los pies…

Las miro y dudo. Hace tanto que no la giro…

No, no me equivoco, esta es.

Sigo quieta, parada ante esa puerta que esconde una vida a la que ahora mismo volvería aunque sólo fuera por un instante.

Toco mi barriga, está a punto de estallar.

Oigo voces en mi cabeza y miro hacia la derecha. Ahí están sentadas en sus sillas de mimbre, hablando de no sé quién que se ha dejado con el novio. Una hace ganchillo y la otra cose unos calcetines. Río porque, así como de repente charlan amigablemente, discuten con esa confianza que las caracteriza. 

Ahí llega una niña con unas gafas de sol puestas. Se la ve contenta, creo que acaba de llegar de visita por cómo abraza a una de las mujeres.

La puerta se abre. 

No lo entiendo, ni siquiera he metido la llave en la cerradura.

Sale un hombre y, tras de él, un olor a café que penetra los poros de mi piel. 

Café de puchero.

La niña abraza también a este hombre.

De mis ojos, una lágrima que resbala por la mejilla.

Vuelvo a tocar mi barriga. Acaba de darme una patada como diciéndome: «¡adelante!»

Le hago caso y abro la puerta.

Ahí sigue, el olor a café de mi niñez. 

Respiro hondo, estoy en casa.

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