Saboreando recuerdos

Saboreando recuerdos

Recuerdo aquel día que mis padres venían  a comer a casa. Me puse el delantal de cuadros blancos y azules y comencé la tarea. Piqué cebolla, ajo y pimiento y lo eché a la cazuela junto con el pollo de corral. Entonces mil recuerdos revivieron en mi mente con bellas imágenes del pasado. Comencé a recordar como mi padre alimentaba con pienso a los pollos que correteaban sin cesar en un corralillo cercado. Ellos no predecían su triste final, pero estaban tan deliciosos. También me vino a la mente la imagen de mi padre regando el huerto con esos pimientos tan rojos, deslumbrantes como el fuego y esas cebollas, que cuando mamá las cortaba y yo estaba a su lado siempre me hacían llorar. El pollo ya estaba doradito. Añadí agua junto con un aromático chorrito de vino blanco. Comenzó a cocer y ese aroma embriagador rebobinó de nuevo hasta mi niñez. Recordé a mamá los días de verano, cuando ella preparaba el mismo guiso en la cocinilla del corral. Cocinaba con lentitud, con esmero, invadida por el simple hecho de recrearse en lo que hacía. Era como una evasión. El olor  del vino blanco, junto con los demás ingredientes invadía el patio mientras mi hermano y yo jugábamos con el balón. Estábamos ansiosos porque llegara la hora de la comida. Se nos hacía la boca agua.

Mientras la cocina estaba impregnada por ese olor de la niñez fui preparando unas natillas. Lo volqué en una fuente grande y llamé a mi Adelita para que rebañase la cazuela. Le encantaba. Así lo hacía yo cuando mi madre hacía el mismo postre. Limpiaba la cazuela con la cuchara hasta quedar limpia. Veía como mi madre vertía ese líquido amarillo dulzón hasta llenar la fuente. Su cremosidad me llenaba la boca, con ese toque de canela tan estimulante, explotando en la boca con sensaciones que me incitaban a una alegría inocente. Así era mamá. Laboriosa y dedicada con esmero a su cocina, sencilla, pero sabrosa y llena de recuerdos entrañables que hoy me producen felicidad, que llenaron mi infancia de olores y sabores que nunca olvidaré.

El guiso ya estaba listo. Lo probé. Había echado la sal justa y el caldo había quedado espesito.

—Mamá, los abuelos ya están aquí. Voy a abrirles.

Papá y mamá entraron y fueron directos a la cocina.

—¡Qué bien huele, hija!

—Gracias, mamá. Espero que os guste.

Nos sentamos a la mesa y comenzamos a comer. Mis padres ya eran ancianos. Saboreamos lentamente cada tajada, un manjar que excitaba mis sentidos. Untamos la salsa con la cebolla y el pimiento que se deshacía en la boca. Mi vida junto a ellos parecía pasar por mi mente en unos segundos. Lo acompañamos de un tinto con gaseosa, como le gustaba a papá. Siempre había bebido un vasito en las comidas.

Hoy, a mis ochenta años he ido a casa de mi hija Adela. Su mejor regalo: pollo guisado y unas deliciosas natillas con canela.

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