Ruido, ruido y mas ruido. Es lo único qué se puede escuchar un martes a la
mañana en la esquina de Estrada y Buenos Aires en el barrio estudiantil de
Córdoba.
Gente, gente y mas gente. Todos intentando empezar el día de la mejor manera.
Yo, intentando estar en cualquier lugar menos en ese café. Acerco mí jugo de
naranja a mi boca, lo alejo, espantado.
No podía ser, por un momento me ví en la mesa de madera de la casa de Elflein al
100. El vaso de mi mano, ya no era el vaso de vidrio pequeño, era mi gran vaso de plástico, cónico y con tapa en forma de sombrilla donde siempre me servía mi abuela el jugo. No podía ser, era una jugada de mi cabeza. Como podía
aparecer en el comedor de la casa de mi abuela a 1600 km de distancia y a 25
años en el tiempo. Ya no existía mas, ni la mesa, ni la casa, ni la abuela. Sonrío.
Acerco de nuevo el vaso y esta vez sí, terminé derramando jugo en mi camisa.
Ahí estaba, no era un espejismo, estaba físicamente frente a mí, la mesa, el
comedor, la casa y el silencio. Parecía como si toda la ciudad se hubiese parado de golpe. Todo era silencio excepto por el ruido de la cocina.
Mis pies no llegaban al piso, quedaban colgando a 20 cm del piso. Solo mi
cordón desatado llegaba hasta el cerámico.
Un olor a waffle y miel me llego desde la cocina, mil escenas de infancia se me mezclaron en la mente. Sabía que era una ilusión, pero una ilusión tan real que quería caminar los 4 metros hasta la puerta y verla a ella dando vuelta la
wafflera de acero en la hornalla. Valía la pena el intento. Bajo el jugo y
milagrosamente la escena no desaparece. Salto de la silla, los cerámicos
rectangulares, rojos, con olor a cera Suiza, me reciben.
Camino esos pocos pasos que me separan de la cocina, bajo un escalón que no
recordaba que existiera, la televisión de fondo me grita algo, yo no la
escucho.
Ahí estaba ella, delantal de flores puesto, girando los últimos waffles a juzgar por el plato y la pila que ya había. El ambiente en la cocina lo tengo en mi memoria, higos, y miel, sazonado por un hornito de esencias en la esquina, que le daba un halo místico a la escena.
Gira lentamente y con la voz que siempre recordaba, me dice: “¿Yo no te enseñé a mirar a ambos lados antes de cruzar?”
Lo siguiente, un golpe.
Nadie en el bar entendió por qué, caminé directamente a la esquina, bajé el
cordón y salté sobre el primer camión que pasaba, ese martes por la mañana.
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