Venga Catalina… que solo ha sido una caidíta de nada… – dice él. – venga, que tenemos que ir a por el pollo a l’ast.

    Ep. Pollo a l’ast. Domingo. Cal Rubio. Pensar en eso hace que automáticamente deje de sorberme los mocos y cambie mi talante. Miro a la bici de reojo y le saco la lengua amenazándola con patearla de nuevo si me vuelven a dejar a solas con ella.

    Sujeto con fuerza las manos de mis padres, pisando con pasitos cortos la acera de granito que nos llevará hasta la cola de gente, hasta ese aroma inconfundible… ese olor a piel rustidita del pollo, a alioli, a patatitas asadas… Avanzo más rápido, tirando de los brazos de mis padres y ellos se ríen.

    Al fin llegamos a nuestra posición en la cola. Me emociona estar allí con personas alegres esperando su turno, viendo como los pollos dan vueltas empalados por una barra de acero que vuelta tras vuelta irá tostando esa piel crujiente que yo después chuparé y mi padre dirá que ni se me ocurra no comérmela y me la quitará del rincón del plato donde la haya dejado y se la comerá él diciendo, ofendido, que esa parte es la mejor y que no se la puede despreciar sólo succionándola. Dándonos a todos una lección de principios.

    Esa mezcla de olores y risas me confirman que los domingos están cargados de belleza.

    Al fin es nuestro turno e intento, dando saltitos y señalando efusivamente los tarros de alioli, recordar a mis padres que no pueden olvidarse de eso. “El Rubio”, así es como se llama el dueño del chalet azul de pollos, nos entrega la bolsa que contiene el secreto de la felicidad de nuestros domingos.

    Nos despedimos del “Rubio” y hacemos el camino de vuelta a casa. Pasamos por el chalet blanco que le gusta a mi madre, el del jardín trasero, dejamos atrás la casa de obra vista con la que mi padre fantasea, pensando que el día que esté en venta nos mudaremos allí. Finalmente llegamos a los únicos pisos de la calle. Los nuestros.

    Bueno, pues ya hemos llegado a Hollywood. – suspira mi madre.

      Mi padre se ríe y le dice que para qué quiere Hollywood si ya tiene a Mel Gibson.

      El domingo es el único día en la que se nos permite comer en el comedor. El resto en la cocina, que es mucho follón y luego siempre limpia la misma, dice mi madre. También es el único día en el que además, Mel Gibson prepara un vermut: olivas rellenas de anchoa, berberechos con pimienta y vinagre, mejillones en escabeche, daditos de queso manchego y patatas fritas. Mi hermano se adelanta, alza el cuenco de los berberechos y bebe todo el jugo terminando con un “Aaahh”.

      Yo permanezco sentada, alzando el cuello para no perder detalle del ritual del vermut, que tanto me gusta. Aunque yo solo coma olivas y patatas. 

      Aquellos domingos y la belleza. No veo diferencia alguna entre las dos palabras.

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