Subía de dos en dos las escaleras, bamboleaba mi cartera y el plumier hacía un ruidito que me agradaba. Luego, jadeante en la puerta, esperaba su apertura. Solía abrir mamá, secándose las manos con el delantal y antes de despejar la entrada me echaba un vistazo de arriba a abajo para dar el visto bueno.
Ya en el pasillo notaba el denso aroma que se escapaba de la cocina. Un poquito a rancio, espeso, avanzaba por mi garganta y nariz hasta llegar a mi pituitaria. Yo protestaba: ¡¿Otra vez cocido?!
-¡Chist! ¿No ves que es jueves y está la abuela?
La abuela no tenía dientes y siempre comía cocido. Mamá le echaba un trozo de tocino, blanco, blando …¡Asqueroso! solo para ella. Y cuando ya sentados en la mesa la abuela lo englutía sonaba un «chast, gluas, gluas, glub» que para ella debía ser deleite. Yo la miraba muy fijamente y ella movía su bigotillo con los ojos casi cerrados de puro placer. Mamá, siempre al quite, me hacía señas raras que yo, embelesada, apenas percibía y hasta que no daba un manotazo en la mesa con su grito: «¡Rosarito, a comer!» no volvía a mis garbanzos secos, picaditos con aceite. Luego venía la sopa con fideos y para la abuela con sopitas de pan.
Papá se relamía con los huesos de espinazo y, como él también adoraba el cocido como su madre, después de mirar satisfecho a su familia, levantaba el porrón y dejaba que un hilillo de vino cayera justo a un ladito de su boca donde dejaba un pequeño hueco; al pronto con ágiles movimientos y extrañas muecas de su mandíbula, era al otro extremo donde escanciaba el mosto y así, pasándoselo de un lado al otro se recreaba con la bebida. Yo, que aún no había probado el vino, sentía por mi garganta un sabor dulzón y tragaba como si también a mí me llegara. Mamá, que odiaba el numerito, le miraba con cara de pocos amigos y a mi me espetaba otro «¡Rosarito!». Papá, siempre atento a los signos de la esposa, depositaba el barral en la mesa, con cuidado que el pitorro no señalara a nadie y con disimulo se limpiaba la comisura de los labios que chorreaba rojo manjar, mientras me sonreía.
Luego venía la bandeja de croquetas de pollo si la mañana había ido bien o «ropa vieja» con muchos ajos fritos si las prisas habían pillado a mamá. De postre y en honor a la desdentada abuela, natillas con su galleta María bien centrada.
La abuela murió antes de que yo dejara la niñez y aunque me esfuerzo en buscar recuerdos de ella, solo llega a mí la remembranza del olor al cocido de los jueves de invierno cuando la abuela venía a comer.
Luego cesaron los cocidos, desapareció el porrón y poco después papá; pero eso es otra historia.
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