Necesitaba volver por unos días a mi niñez y así recuperar viejas sensaciones. Así que cargué tres o cuatro cosas básicas en el coche y escapé a toda prisa de la ciudad sin mirar lo que dejaba atrás.
Durante todo el camino estuve recordando anécdotas de las vacaciones que pasaba, durante mi infancia, en aquel pueblo costero a los pies de la sierra de Irta. Entonces eran muchos kilómetros bajo el sol acompañados nada más que por los éxitos radiofónicos que emitía la emisora de turno. También vino a mi memoria la multitud de amigos que tenía de Madrid que venían a veranear tambien allí y nos pasábamos noches y noches mirando al cielo lleno de estrellas y pedíamos sueños que allí, junto a la orilla del mar, quedaron pendientes de cumplir.
Sin darme cuenta siquiera, apareció la señal que indicaba que debía abandonar la autopista en la próxima salida, estaba a pocos minutos de llegar y solo con pensar en eso, los latidos de mi corazón se aceleraron considerablemente.
Llegué al pueblo, habían pasado unos viente largos años desde la última vez que estuve allí, en un principio me pareció todo tan reconocible como siempre, sin embargo la mayoría de tiendas que yo recordaba ya no estaban, o bien las habían reformado o eran totalmentes nuevas. Sí q estaban los hoteles blancos y azules y los apartamentos que en su día estrenamos.
A medida que me iba adentrando por las calles, me iba dando cuenta de que había otros cambios más sutiles, ya no estaban los grandes portalones con canastos de frutas en los que las familias del pueblo vendían los productos de su propia huerta. Recuerdo que un par de veces por semana iba con mi abuela a comprar la fruta, me acuerdo cómo la inspeccionaba y luego la compraba. Los aromas de esos portalones dejaron marcas profundas en mi memoria, pueden haber pasado muchos años y de repente poder oler aquellas sandías que junto con los melocotones eran las frutas más deliciosas del mundo.
Robustas puertas de garaje de las que asomaban insignias cromadas de coches alemanes también habían sustituido a aquellas improvisadas tiendas que apenas tenían una mano de pintura y unas balanzas que hoy podrían estar perfectamente en un museo. Me viene a la cabaza una droguería que estaba en esa misma calle y que me encantaba pasar por delante para oler a como una mezcla de detergentes con un olor a limpio muy peculiar.
Me costó un poco orientarme porque algunas calles estaban reformadas y parecían pertenecer a otro lugar pero llegué a dónde estaba mi pastelería favorita, Casa Francesc, la habían reformado adaptándose a los nuevos tiempos pero seguía siendo tan encantadora como antes. Cuándo entré pude oler el mismo aroma que yo tenía guardado en la memoria, a pan y a bizcocho recién hechos. Compré unos ‘Pastissets’ y unos ‘Almendraos’ y me despedí de un pasado de olores, sabores y colores que con mucho orgullo pertenecían a una parte de mi vida.
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