Siempre seré un poco de tierra mojada y un poco de olor a mar. Porque por mis venas corre el dorado del trigo y el blanco de la espuma de las olas del mar cuando chocan contra las rocas. Porque recuerdo los caminos de encinas como recuerdo mis pies llenos de arena al quitar los zapatos tras una tarde de agosto en la playa.
Tengo colecciones de todo tipo de hojas disecadas así como guardo conchas de todos los tamaños y colores encontradas a la orilla del mar o arrancadas con la ayuda de un tenedor o cuchillo de las rocas que se descubrían cuando bajaba la marea.
Soy el sonido del viento cuando mece las hojas de los árboles, pero también soy el sonido del mar en una cálida noche de verano. Soy un amanecer entre las montañas que rodean al mar pero también soy el atardecer de los campos de avena.
El olor a algas y salitre me transporta a mi niñez y si cierro los ojos vuelvo a ser una niña ilusionada con ganas de comerse el mundo. El olor a tierra mojada también me transporta a mi niñez y si cierro los ojos puedo verme bajo la lluvia mojada soñando años atrás con mi yo del futuro.
Y esté donde esté, ambos olores -tierra y mar- me transportan al “sitio de mi recreo”, a mi infancia, a mis ganas de descubrir mundo, a mi yo del pasado. Me transportan a mis raíces. Me recuerdan mis sueños e ilusiones y me hacen respirar, sentir y volver a soñar.
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