Me despertó el ruido de mi abuela cortando leña. Aún no había brotado el sol. Me asomé por la ventana y la vi encendiendo un cigarrillo junto a la pila de troncos, mientras los perros buscaban cobijo entre sus piernas. Aunque odiaba el olor que me dejaba en la ropa, verla fumar me tranquilizaba. Cuando buscaba en el bolsillo del delantal su paquete de Le Mans suave, se detenía el tiempo. Fumaba despacio, cerraba los ojos en cada pitada y los iba abriendo a medida que soltaba el humo.

Como de costumbre, cuando llegó a la mitad del cigarrillo, lo apagó en la suela de la alpargata; decía que así fumaba menos. Volví a la cama y me hice el dormido. Nada me complacía más que despertar con el susurro de mi abuela. Nene, arriba, hoy es un día especial. Aunque la frase la repetía cada día, aquel sábado, sería verdaderamente especial.

Al llegar a la cocina, el aroma a levadura fresca me dio la bienvenida. Amaba los días en los que hacíamos pan casero. Mientras yo recreaba sobre la mesa un paisaje de arroyos turbios y montañas de harina, mi abuela preparaba el horno. Hacer tu propio pan, eso es libertad, repetía con orgullo.

Cubrimos la masa con el trapo de flores y mi abuela se puso a preparar el mate. Lo tapó con la palma de la mano, lo sacudió tres veces y sopló el polvo por la ventana. Yo la miraba con atención. Aunque en casa el ritual era algo cotidiano, yo nunca había preparado un mate. De hecho, nunca nadie me había ofrecido uno. Eso era cosa de adultos.

Lo inclinó y le echó un chorrito de agua fría. Antes que la pava diera el primer chiflido, lo completó con agua caliente y se generó una espuma blanquecina. El primero lo escupió en la pileta; para amarga está la vida, me dijo.

Mientras esperábamos que la masa creciera, nos sentamos a charlar debajo del nogal. Recuerdo que aquel día me hablaba de su amor por las plantas. Entre mate y mate, me explicaba que el alfilerillo es bueno para combatir las anginas y que con el neneo se cura el dolor de muelas.

Creo que fue el sexto o el séptimo, esperó que estuvieran más suaves. No hubo preámbulos, lo hizo de un modo natural, en el medio de la charla. Extendió el brazo y me alcanzó su matecito rojo de doble oreja, de esos que están hechos para compartir.

Lo agarré firme y chupé. 

En mi boca floreció una laguna de sabor intenso. Seguramente puse cara de asco. 

Nos miramos y sonreímos.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS