Dulce Obsesión

Dulce Obsesión

YRF

07/09/2020

¡Plaaaaff! ¡Buaaah! Eso es lo que escuchó mi madre después de darse la vuelta dos segundos. Yo tenía cuatro años y el deseo de llegar a una galleta que estaba encima de la mesa. Caí. Me rompí la clavícula, pero del dolor no me acuerdo. Sólo sé que esa fue la primera vez que intenté apropiarme de algún manjar dulce. Lloré, por supuesto que lloré y conociéndome lo hice más por no alcanzar aquella galleta con sus relucientes pepitas de chocolate, que del golpazo.

Probé el primer dulce por culpa de una vecina, así lo contaban mis padres, para mi fue un ángel que se apiadó de mí. Tenía tres años, y de la brillante moneda de chocolate, sí me acuerdo, de su tibieza acariciándome el paladar mientras se derretía. Había encontrado un propósito, y en toda mi infancia no pensaba parar hasta conseguir más tesoros azucarados. 

Mis padres me lo explicaban, no es bueno para la salud, hay muchos niños con obesidad y colesterol, y con eso y una manzana tenía que conformarme en los recreos, mientras veía a mis compañeros comerse el Bollicao.

Para compensar esa falta de chuches, mi madre me preparaba caramelos derritiendo azúcar de caña en una sartén y hacía pequeños montoncitos, que me recordaban a las cacas de oveja, que a su vez me parecía más apetecibles, porque se parecían mucho más a los Conguitos, por los pelos no me volví coprófaga. 

Me encantaban las típicas cosas que los niños odian, como ir al médico o hasta acompañar a mis padres al banco, en esos lugares siempre había algún cuenco de caramelos en los escritorios.

Hasta el día que me quitaron una muela lo recuerdo como un día feliz, ya que la dentista recomendó a mi madre que me comprase un helado al salir de allí, para ayudar a la cicatrización de la encía.

Mis desayunos consistían en zumo de naranja, un huevo pasado por agua y una cucharadita de polen. Pero alguna vez que llegábamos tarde pasábamos por alguna panadería de camino al colegio. La maestra, en vez de enfadarse con mi madre la tomaba conmigo. A mí me daba igual, porque yo tenía mi croissant, que con disimulo iba pellizcando durante toda la mañana. A la hora del recreo ya no tenía con que fardar y estaba nuevamente con mi manzana.

Me encantaba visitar a mi prima Patricia, en su habitación tenía tele, veíamos a Xuxa y cantábamos, pero sobre todo me gustaba, por los frascos repletos de caramelos que había. Qué injusta es la vida, pensaba entonces. Seguro que ella opinaba lo mismo, porque yo era muy delgadita y Patri que no comía dulce era redondita.

Lo más curioso es que, cuando empecé a recibir la paga, ya no me interesó tanto gastármela en caramelos, comenzó a preocuparme la imagen y mi obsesión disminuyó. Fue entonces cuando paradójicamente me rompí un diente comiendo lechuga, y empecé a engordar sin razón, pero esas son otras historias.

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