Al ritmo de la cucharilla

Al ritmo de la cucharilla

Lucía Guijarro

06/09/2020

Cierro los ojos y el blanco inunda todo mi ser. Las sombras arrojadas de las sábanas blancas mecidas por el viento me transportan a otros mundos y el aroma a limpio, a fresco, a infancia y a felicidad aún me acompañan ahora. Me muevo despacito entre esos fantasmas húmedos, recorro el laberinto de gigantes esperando que me eleven y me hagan volar.

Correteo sin rumbo fijo, sin premura, sin horario, sin miedo, por qué ella está ahí velando por mí. Su voz, dulce y eterna es aún más suave que el sonido de la brisa rozando mi rostro. Ella, que aún después de tantos años me acompaña en sueños. Unos sueños tan vívidos que el blanco me sigue cegando. Un blanco radiante que refleja los rayos del sol y brilla como un diamante.

Bajamos del terrado, despacito, por las escaleras de mármol, peldaño a peldaño, pasito a pasito. Ella me coge de una mano y en la otra yo llevo el capacito de las agujas de tender, casi vacío, con gran solemnidad, con la satisfacción del deber cumplido.

Entramos en casa, casi es la hora de la merienda. Nunca fui una niña glotona, más bien tenían que distraerme para que cada bocado entrara en mi boca furtivamente pero en esa enorme cocina, o eso me parecía entonces, tan blanca y ordenada surgía la magia ya que guardaba un fabuloso tesoro…

Sabía que pronto notaría el frescor del cristal en mis manitas y que lentamente, cucharada a cucharada introduciría en mi boca esa delicia blanca, ligeramente azucarada, -con una densidad muy característica a caballo entre la cuajada y las natillas-, hasta vaciar todo el contenido del recipiente. Pero aún quedaba lo mejor, el sonido de la cucharilla chocando en el interior del tarrito de cristal apurando el resto de yogur que quedaba impregnado en su pared circular.

Ese ritual se convertía en una sinfonía, en un festival de ritmos y sonidos cada vez más rápidos sin importar que el tarro ya estuviera vacío e inmaculadamente transparente. El sonido de la cucharilla chocando con el cristal era el momento cumbre de un gran amor, era el sonido de la libertad en dónde mi abuela y yo orquestamos un dúo de complicidad y felicidad eterno. Los aromas blancos y las meriendas musicadas siguen danzando en mi cerebro como la cucharilla de postre dentro del yogur.

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