“¡Tengo unas ganas de enganchas!” Te espetó el teléfono semanas atrás.
Había soltado mis amarras de la casa gris hacía ya tiempo. Algunos fines de semana los retratos sepia y las diapositivas cobraban nueva vida para encontrarnos allí.
-Bueno, a ver como salen –te escudaste
Los correteos de varios pares de pequeñas piernas no desaceleraban, se arremolinaban en torno a la gloriosa estela perfumada del sofritar de cebollas, ajíes rojos y tal vez algunos trozos de ajos en minúsculas raciones.
Yo te observaba. Parecías recortada en la cocina de paredes marchitas y oscuras, como esos recuerdos perdidos al sur. Aquella brújula que había detenido su aguja marcando un único horizonte. Las montañas guardaban tu infancia de inviernos lánguidos, guardaban también sus sonrisas fingidas maquillando tristezas. Al sur, dormía la sombra del «inglés», su recuerdo junto a la botella, cuando acostumbraba suicidar sus frustraciones en groseras raciones de Gin, Vodka o cualquier placebo que trocara fracaso en amnesias deseadas.
-¡Los chicos están muertos de hambre! Espero que les guste…- temías -Nunca supe bien la receta, pero la vi tantas veces preparándolas…
Te vi perder la mirada en el resplandor de la ventana mientras revolvías el menjunje. Vislumbrabas su trajinar. Costaba llenar la olla, pero los milagros brotaban de esas manos ajadas, entonces, cierto puñado de harina y hortalizas pasas, que el verdulero le cedía sin paga, se convertían en platillo, como una alquimia milagrosa. Se habla de las musas de las artes ¿Qué musa habrá inspirado su magia?
Sobre un mechero oxidado crepitante bajo el cacharro, así, nació su receta, las “engancha Velia” como, a modo de broma, bautizaron a esa especie de tortilla blanquecina que las niñas devoraban con pasión. “Las engancha Velia”, cuando los vecinos le preguntaban, cuando, más tarde, los yernos las elogiaran en las mesas de domingo, cuando un grupo de pequeños vástagos le tiraran de la manga con las boquitas hechas agua implorándolas, las «engancha velia”, cuando el «inglés» se fue para dejar el fantasma de su plato.
-Hay que llamar a los chicos…
El tintineo de la vajilla se tejía a las risas de la habitación contigua.
Con el delantal enlazado en tu cintura enfrentabas las hornallas y el mármol de la mesada salpicado de harina. Las últimas gotas del aceite caliente precipitaban dispares. Noté, como un falso picor de nariz te regaló el ademán justo para cubrir una lágrima de cristal que venías luchando por retener. Me acerqué con la excusa de arrimar la panera a la mesa y, por un instante, te apreté la mano “yo también la extraño” dijo por sí mismo, el breve apretón.
A la mesa ya estaban los niños cuyos pies todavía no alcanzaban el piso.
-¿Y? –me miraste- ¿Cómo salieron?
-Deliciosas – El bocado danzó en la añoranza de mi paladar. Delineaste una sonrisa. Mis ojos, entonces, alcanzaron los ámbar tuyos, encontré detrás la mirada esmerilada de ella, de esas últimas. La vi marchándose con sus sonrisas, con su aroma y con su receta.
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