Sobremesas de verano

Sobremesas de verano

Anabel

05/09/2020

Fin de la jornada! Sentada en la
terraza, hundo la cuchara en la crema endurecida por el frío. En
cuanto se funde en mi boca, el tiempo me sacude, y me lleva, de
vuelta, treinta y cinco años atrás.

Mi madre echa las persianas, y el
comedor queda en penumbra. La luz del sol se cuela a través de las
pequeñas rendijas que han quedado, y forma pequeños círculos de
color amarillo proyectados sobre la pared blanca. “Para que no
entren ni el calor ni las moscas”, dice mi madre, a la que en
realidad le encanta esa luz tamizada. Para mi, representa la hora de
las sobremesas del verano. El comedor ordenado. El agua fresca que
sale del grifo cuando llevas un rato fregando los platos…

Nos acomodamos cada una en un sillón,
dispuestas a ver la película. La que echen por la tele, nos da
igual. Se ha convertido en nuestra rutina de verano. Y me encanta. Mi
padre ya ronca tendido en el sofá. Después reiremos. Dirá que no
se ha dormido, que sólo ha cerrado los ojos un rato.

Fuera, suenan las chicharras. Apenas
se mueve la brisa, pero nos trae el aroma de las flores del jazmín
intensificado por el sol.

Apenas transcurridos unos diez
minutos, mi madre me mira divertida, y con una sonrisa traviesa, me
pregunta: “¿te apetece un corte de helado?”

“¡Claro!“, respondo, con los ojos
preñados de ilusión. La película es sólo un pretexto.

Ésta escena se repite cada día. Es
uno de mis momentos favoritos. Casi un ritual. Mi madre prepara dos
cortes, generosos, y me da uno. Nada más cogerlo, noto la rugosidad
del barquillo en las yemas de los dedos. Es una sensación deliciosa.
El preámbulo de lo que viene después. “Hoy es de turrón”, me
dice. Casi siempre lo es. Relamo el helado que se desborda, cremoso y
frío, dejándome pegajosos los dedos, y a continuación recorro cada
uno de los flancos del corte, colocándolo entre mis labios como si
fuese una armónica, y succionando la fina capa que ha empezado a
derretirse. Noto cómo se activan mis glandulas salivales, segregando
chorritos de saliva bajo la lengua. El sabor, dulce e intenso,
impregna cada uno de los rincones de mi boca. Cuando ya me he
asegurado de que no chorrea, introduzco la lengua entre las dos
galletas, lamiendo concienzudamente, y creando surcos cada vez más
profundos en el bloque helado. El roce aspero de ambas galletas me
araña ligeramene la lengua. No me gusta en exceso, pero es el precio
que tengo que pagar. Podría comerlo con cuchara, servido en un
cuenco. Pero entonces ya no sería tan especial. A continuación
mosdisqueo el exceso de galleta, reblandecido por la humedad, y dejo
para el final el centro del corte. Un último e inmenso bocado, que
me hiela las muelas, en el que se mezclan la proporción exacta de
barquillo y helado.

¡Delicioso!

La película no ha terminado, pero me
levanto y me voy a jugar.

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