Que largos eran tus veranos en la infancia, cuanto tiempo para llegar incluso a aburrirte, y que tranquilidad en el pueblo con tus abuelos.
Ese pantalón corto, tan corto que apenas cabía una moneda de cinco duros en el bolsillo. La camiseta de rayas anchas horizontales, blancas y azules, siempre así, con rayas horizontales. En tus pies las sandalias cangrejeras de plástico, sin calcetines, que dejaban en tus pies curiosas formas de bronceado.
Todos los sentidos se despertaban. Sin duda el más evocador era el olfato y el gusto, a poco que te concentres te vienen los olores de la calle donde vivía tu tío. Un obrador de panadería al principio, horno de leña, diferente al que has probado después. Al final de la calle un enorme jazmín, con ese increíble olor que te llenaba los pulmones y producía una sensación de tranquilidad. No recuerdas nada de la calle, la longitud o anchura, nada de las casas, ni siquiera recuerdas la cara de sus tíos, pero si los olores.
La leche de cabra en lugar de la de vaca hervida en casa o el tomar calostros con azúcar y miga de pan. Las moras recién cogidas y sin lavar, solo sopladas para quitarle el polvo y la tierra. Las comidas hechas en el fuego de la chimenea porque tu abuela siempre se negó a usar gas. Tampoco quiso frigorífico, con su despensa en el sitio más fresco de la casa tenía suficiente.
Y los roscos, alguna mañana cuando te levantabas la mesa de la cocina estaba llena al cien por cien de pasta lista para freír, recordabas esa mesa como algo inmenso, aunque tu perspectiva era la de un niño de siete años. Era curioso ver como una mujer casi analfabeta podía aprovechar de esa manera tan precisa el espacio.
Podías oír el vuelo de las moscas a la hora de la siesta, de muchas moscas porque en cada casa había una cuadra. Todo era reciclaje, los restos de la comida para los animales, como picoteaban las gallinas las mondas de sandía.
Por la mañana y al atardecer pasaba un rebaño de cabras por la puerta de la casa, esas que daban la leche que bebías. Descubriste que cada animal tenía una voz diferente en sus balidos, igual que las personas.
El lunes tenía un despertador especial, la carnicería de la casa de enfrente hacía la matanza de cerdos para toda la semana. Te despertaban unos terribles sonidos que salían de lo más profundo de la garganta de los cochinos cuando iban al matadero, en la trastienda de la carnicería. Te despertabas de golpe, te vestías muy muy rápido. Bajabas la escalera corriendo y te tomaba un vaso de leche sin limpiarte el bigote blanco y corría a ver la matanza. Aprendiste como se hace la morcilla de cebolla, con las mujeres manchadas de sangre del codo hacia abajo.
Pero no volvería a aquella época, porque casi todos los recuerdos idealizan los tiempos en que se vivieron.
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