-Subíamos corriendo la escalera, para bajar muy despacio. . .

-¡Juego de niños!

-Algo parecido. . .

Tengo una niñez lejana y mis recuerdos están macerados con olores, sabores y repiqueteo de campanas.

Mi madre, mi hermano y yo vivíamos en un edificio de tres alturas. Casi todos los inquilinos eran mujeres, viudas o solteras.

En la última planta, abuhardillada,  a la izquierda, vivían Elena y su madre que realquilaban habitaciones con derecho a cocina. De su puerta recuerdo un olor a sardinas que nos llegaba a marear de gusto. A la derecha, vivía la señora Eduarda, viuda de un inventor  que le arrebató la dichosa guerra: había ideado, decía, un fantástico carrusel de feria cuya maqueta estaba en el centro de su mesa de comedor. Aquella mujer cocinaban suculentas sopas de ajo: pan, pimentón, la precisa dosis de aceite  -lo justo para hacer brincar al ajo en la sartén- y agua. Esa era su receta.

En la segunda planta, a la izquierda, vivía Adela, viuda sin más. En su puerta olía a gato: un gato negro, viejo y famélico, de ojos tristes, que ya sólo perseguía cucarachas. Adela hacía galletas con la nata de la leche, que iba acumulando durante mucho tiempo: entonces olía a gloria y nos dejaba entrar para compartirlas. En la vivienda derecha vivía doña Carmen, viuda de un diplomático, y su ama de llaves, Cándida, que era cubana. Según Adela, Cándida sacaba partido a cualquier guiso: muchas especias y buen vino, aunque cocinase arroz con menudillos de pollo.

En el primer piso, ocupando toda la planta, vivían don Álvaro y doña Matilde, con una doncella. Mi madre decía que era doncella, y no criada, porque llevaba cofia y mandil blancos sobre vestido negro. Doña Matilde sólo salía de casa para ir a misa y dar un paseo por la calle Mayor. Don Álvaro tenía coche. Era un alto cargo; muy alto, decía la señora Eduarda, la de las sopas de ajo. Delante de la puerta de doña Matilde, mi hermano y yo podíamos pasar horas. Sobre todo el día del aniversario del final de la guerra, cuando las campanas repiqueteaban de júbilo y se oían salvas la artillería. Con ese motivo, daban un banquete. Nosotros no sabíamos identificar los olores y jugábamos a ponerles color y darles forma. Mi hermano siempre decía: ¡pollo asado! Y éramos capaces de saborearlo aunque nunca lo hubiésemos comido.

En la planta baja, en la portería, vivíamos nosotros.  He odiado toda mi vida el guiso de patatas con arroz y briznas de bacalao que comíamos y, a veces, también cenábamos.

De nuestra casa recuerdo la humedad, el color del frío, el sabor del hambre y el olor a ternura. Ese olor tierno de mi madre, que era capaz de convertir sus brazos, largos y huesudos, en enormes alas protectoras de un frío gris, cuando en la cama, muy pegados a su cuerpo, mascábamos, a veces, el negro sabor del estómago vacío.

-Subíamos corriendo la escalera, para bajar muy despacio.

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