La gracia que tan delicadamente la hacía mover a través de esos giros vertiginosos que la música la incitaba a realizar. Nunca oyó la densidad de su ser, solo la dulce frecuencia entrando por esos corredores y galerías de vibración que la inundaban a cada instante.
Disfrutaba de sus fuertes y gráciles músculos que la envolvían en un abrazo con el espacio deslizando sus alas por pistas de compases sin igual. Sin retener en absoluto ese momento, se entregó a serlo. Mientras, el suelo estupefacto se dejaba cubrir por un lívido e inquieto reflejo que la luz de las velas se esforzaban por tocar, las ventanas abiertas por la sedosa brisa que emitían los bostezos de las primeras estrellas en su despertar haciéndolas danzar con el fresco susurro de los fresnos que se arrimaban a contar sus historias de otoños y bayas frescas. Al asecho, una creciente luz difuminándose cadenciosa se arrimaba sospechosa por el mural para espiar aferrándose a duras penas sobre el marco del ventanal.
No lejos de allí, un grupo de luciérnagas y mariposas siempre presumidas y coquetas deseando llamar la atención que hasta entonces les era negada, aleteaban encantadas sus llamativos atuendos sobre amapolas y damas de noche, pero ella, si ella nunca pudo darse cuenta de todo lo que surgía a su alrededor, la maravillosa vida que emanaba de las sombras en su lento y acompasado andar. Se había entregado al éxtasis de la pasión, esa pasión a dejar sus prendas en ese último giro suspendida sobre las notas sostenidas del sol en su eternidad.
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