Qué solos estamos…

Qué solos estamos…

Llego a la oficina sobre las nueve, en ayunas. Consigo el número cien. A mi derecha, una joven con las cejas permanentemente arqueadas, visiblemente mosqueada por la dilatada espera, examina sus uñas fosforitas. Pasa una hora, pasan dos. Frente a mí, dos italianas hablan con un chico asiático. Una hora, dos, tres; empiezan entonces a hablar sobre sus nacionalidades, trabajos y lenguas. Salgo a estirar las piernas. Encuentro una mesa al sol en una terraza y me pido un café. Tras comprobar que tengo al menos 1500 florines, pido la carta. Medio menú del día: 750 florines. Pregunto qué es. La camarera me dice en un inglés torpe, sin ninguna intención de pintármelo apetecible, que se trata de un caldo CON carne y repollo. Acepto. 

Llega enseguida una sopa incolora de fideos gruesos y retorcidos. Doy las gracias mientras cojo la cuchara lentamente, como dando tiempo a que el contenido del cuenco mute en un goulash, en un guiso de carne, un puré hecho de sobras… Cualquier cosa y no eso. A cada cucharada voy ahogándome más y más en la tristeza de esa agua caliente con tropezones pastosos. El sol ya no me agrada. En la mesa de al lado una pareja húngara pide café como colofón al festín que parecen haberse dado. «No se puede respetar lo que no se conoce» pienso. No me respetan porque no saben que vengo de un país con una enorme tradición gastronómica, que soy cocinero y que no pueden dármela con esa sopucha. Enfrente, una madre y su hija sumergen sus cucharas en potajes coloridos.

Escucho de fondo conversaciones musicales, animadas e indescifrables. «Qué solos estamos» pienso en mi aburrida lengua. Hago varios amagos de dejar la sopa, pero pienso que algo caliente me ayudará a afrontar el día. Me la acabo y la camarera acude a retirar la tacita. Le sonrío, aunque desconfío del entorno y estoy a punto de decirle que aquello no es una meat soup, que la gente está disfrutando de sus platos humeantes y yo tengo que conformarme con una mierda de sopa de sobre. Que no es justo. Y que, por favor, aprenda a hablar inglés. Pero no digo nada de eso. Se lleva un poquito de caldo en el fondo del cuenco. Esa ha sido mi gran rebeldía: dejar dos fideos nadando en la sopa traslúcida.

De pronto, el sonido de unos pasos firmes interrumpe mis pensamientos sufridos. Pienso: «Más delicias para los clientes húngaros». Pero vienen hacia mí, que estoy sorbiendo mi café ya frío, y con una media sonrisa me presentan el plato: Meat and cabagge. Había segundo plato: ¡Un delicioso pastel de repollo!  Hay un perfecto equilibrio entre lo dulce del repollo, lo salado de la carne y lo amargo de la crema agria; un manantial agridulce que no se parece a nada que hubiera probado antes. Con avidez rebañé el plato. Al salir del restaurante, después de agradecer repetidamente a la camarera, sentí que mi cabeza se despejaba y que mi soledad era pasajera. Sentí que había reunido las fuerzas necesarias para volver a la oficina de Inmigración.

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